Por Iván Escoto Mora*
1 Recorro la carretera fracturada, famélicas fotografías, pueblos sin nombre cargados de colores desteñidos. Tejas rotas, muros craquelados, cerros cuajados de verdores distantes.
El casi recuerdo de un caballo atraviesa entre zumbidos vehiculares, inmutables ante la sencillez del olvido.
Luego de sinuosas horas, finalmente llego. Camino por el empedrado estrecho, extendido sin sentido y fuera de los límites del tiempo.
Escaleras tendidas en cualquier dirección. Piedras desdobladas en brillos incontables, incendian hileras de tablones colgados en paredes y derramados por los suelos. Todo está bordado en mil cruces de granilla.
Trapos roídos sobre el piso, bañados de polvos relumbrantes. Cada paso –constelado- se desborda en destellos.
Vía láctea de espejos, reflejos plateados crecidos en torno a una Diosa de cantera. Su rosa labrado es horizonte de todas las vistas.
En Santa Prisca, Sebastián sangra belleza, imágenes sacras, lágrimas perpetuas, ojos de cera hincados sobre un anciano que se postra en plegaria, con las manos fundidas en rezo y el rostro ajado por décadas. En su mirada lluviosa, infinitos sin respuesta inundados aún por la esperanza.
Taxco de Alarcón fue fundado sobre minas, explotadas de inmediato, pocos años después de consumada la conquista.
Tierra cocida en flores, vida silvestre naciendo en la sierra, cascada de espuma y noches que no pueden dejar de centellar.
Parto a media mañana. A mis espaldas, retratos de risas lúbricas, demonios, jaguares, máscaras sobre máscaras.
Un tañido me despide entre ecos del pasado que cada día, es bisel de nuevos encantos.
2 Pasé otra vez la mirada sobre la misma frase, esa que leí en el “Aleph” de Borges hace años y desde entonces me perturbó: “Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”. Cerré el libro y salí corriendo.
Tenía que visitar aquel pueblo, era por razones de trabajo. Tomé transporte público: primero el metro y luego un autobús. Es curioso como la vida se va transfigurando a cada paso, en cada esquina, por cada barrio; apenas distancias entre palmos que resultan en un vuelco inabarcable.
Torres aceradas, columnas prismáticas, formas laberínticas de osada curvatura. En un mismo segundo: vecindades asomadas en la orilla de un abismo, techumbres de lámina, puertas de cartón.
Una mujer lava en cuclillas; tarja en mano, raciona. Raciona cada gota y morona, cada lasca y cada pizca, mínimas medidas que le obsequian, en la escases, subsistencia.
En filas incontables, caseríos de ruinas. Desgastadas paredes muestran sus tabiques, muros porosos, ventanas forzadas por la inclemencia, grietas que corren sin pudor.
Sobre la súper vía novísimos carros, uno más grande que otro, más raudo, piel más suave al respaldo, al volante madera más fina, llantas más adherentes, más luminosos faros, espejos más reflejantes, más, más, más.
Tres horas después un golpe de montes, un verdor incalculable ante mis ojos. Miseria devorada por los bosques, ausencia escondida entre las hierbas. Sin banquetas ni drenajes, pies desanudados, cuerpos transparentes, niños vagabundos recorren la carencia.
La única escuela, un borrón ilegible. En la pared se adivina un letrero: “Primaria popular”. Sólo estuve un instante, volví tan pronto como pude. Huixquilucan sigue, extremos confrontados, silencioso, tras rincones de olvido y opulencia.
En la ciudad, tomo un “expesso”, mojo un diminuto “biscuit” en su espuma. Pierna cruzada, periódico en mano, repaso el mundo en una ojeada distante. En punto me levanto, comienza el “film”, me dirijo a la sala. Por fortuna la memoria es volátil.
*Lic. en derecho, Lic. en filosofìa UNAM.