Nacional

Yo tuve una amiga a la que conocí dos veces

Por domingo 5 de enero de 2014 Sin Comentarios

Por Miguel Ángel Avilés*
avilesdivan@hotmail.com

AmigaYo tuve una amiga a la que conocí dos veces. Le brillaban sus ojos azules y le latía siempre su corazón apasionado como si fuera eterno. Nos vimos por vez primera de silla a silla en un salón de clases y fue ahí donde conocí su voz serena. Se llamaba Amalia, me dijo, o lo supe pero desde entonces nos hicimos amigos o sentí que ya lo éramos desde mucho tiempo antes. Yo le dije en secreto una estupidez sobre no se qué ocurrencia y ella sonrió de buena gana respondiéndome con otra. De ese modo supe que seriamos amigos por todo el tiempo que durara nuestra existencia.

Amalia ya no se fue, nunca se ha ido, nunca se irá. A partir de ahí pude aprender de ella la virtud de la serenidad y la palabra oportuna. Amalia era una confidente vestida de mujer madura que sabia escuchar mirándote a los ojos con esa mirada profunda y amorosa como si te frotara el alma para que ya no tuvieras más dolor. Amalia también era una niña cómplice y traviesa a la hora de hacer maldades o reírse de uno mismo si con eso era bastante para pasar un rato feliz.

Con Amalia conviví por varios meses. En ese salón y en los pasillos donde salíamos a tomar el aire fresco y para que ella se fumara un cigarro con esa elegancia y sabrosura que sólo lo he visto en las mujeres. Hablábamos de tan variadas cosas pero también hablamos con el silencio. Su mirada fue un alfabeto que poco a poco empecé a entender, sin necesidad de una estridencia inútil. De esa forma me lo decía todo y yo nomás soltaba una risa leve confirmando la intención de su mensaje.

Una tarde de enfado académico, secundarianamente nos hicimos y, junto a otros más y no sé cuantos cigarros que ella se guardo para la ocasión, huimos hacia Sanborns donde tomamos café y hablamos de cosas mundanas. Ahí fue cuando conocí a mi amiga Amalia por segunda vez. Tejió historias y compartió secretos. Deslizó una opinión mordaz y rió a carcajadas. Prendió un cigarro y paladeándolo como si fuera el último nos comentó su afición de visitar panteones. “Tengo más historias de panteones” me adelantaría a pocos días de la noticia, luego de proponerme regresar a “nuestros cafecitos filosóficos” como les puso por nombre a esas reuniones que hacíamos para exorcizarnos de esas cosas incómodas e inútiles que veces tiene la vida.

En aquella ocasión la charla se volvió un monólogo fascinante, ininterrumpido a propósito de parte de quienes escuchábamos las macabras crónicas que nos relataba sobre sus paseos por esos lugares a los que iba por afición como ir a un museo, a una parque, a una valle, a una plaza, al mar o a una boutique de esas donde se engalanan algunas damas.

Suscribimos un pacto invisible. Tardábamos en vernos pero la comunicación no se interrumpía. Un saludo y otro saludo recíproco. Sugeríamos algún libro, evocábamos a una canción, divagábamos sobre su intérprete. En algún montón de papeles que suelo conservar, guardo su reseña que hizo de mi libro, entonces inédito, luego de ser su primera lectora antes de publicarlo.

Por esta vía estábamos en contacto permanente. Por amigos en común sabía también donde andaba y que tan entregada estaba en sus actividades de mediación. Sus fotos compartidas daban fe que era una mujer plena y feliz. Esas carcajadas a cielo abierto las conocí de cerca y con admiración cuando de ella salían para sellar una palabra mordaz o un comentario ajeno. Iracunda contra una injusticia, frontal para verter su opinión, atenta cuando había que escuchar el corazón del otro, Amalia fue haciendo de su vida una montaña de sueños conquistados. En esa cima me pareció verla en una foto donde, con sus ojos cerrados, extendía sus brazos como para sentir con, gozo, la vitalidad del aire y exhalar las maravillas de este mundo.

En alguna ocasión recordaba conmigo a Nana Mouskouri, y me dijo de la admiración que tenía por ella. Escuchamos la versión que esta entrañable interprete tenia de La Paloma, una de las canciones más populares que se han escrito, y luego seguimos platicando de otras gustos musicales en común. En otro momento, leía sus repasos que hacían con otra amiga sobre los juegos que cada uno tuvo cuando niño. Hablamos al respecto y reiteramos la promesa de tomarnos un café, sabedores de que el orden del día de esa reunión sería largo porque hacia un buen que no echábamos la platicada en persona ni sobre panteones ni sobre ningún otro tema.

Las siguientes conversaciones no tuvieron un tema feliz. Un día anunció la muerte de su perra Cuca y a manera de condolencia le envié un texto sobre otro perro cuya vida había sido duradera y había sido tan querida como la que seguramente tuvo su perra Cuca. En otra ocasión, en un momento que no quiero recordar ahora, ella me dio consuelo y en ese mensaje supo estar conmigo cerca: “Que Dios te bendiga amigo mío y de verdad… lo que necesites!, aunque sólo sea unos ojos para leerte, unas letras para consolarte o un hombro para sostenerte. Un abrazo!”

Mas delante, a mi correo llegó un envío de ella donde, sin más comentarios, sólo venía un adjunto: “La honestidad es un regalo muy caro, no lo esperes de gente barata”.

Faltaban unos días para que ocurriera aquellos que ninguno de nosotros hubiéramos querido. Los golpes que llegan de sorpresa duelen más, mucho más. No la había visto desde que nos encontramos por fuera del Cereso y nos dimos un abrazo. Iniciaba una tarea más y ahora era con los internos a los que seguramente le puedo devolver la esperanza y algunas otras razones para quererse. Esto era lo que sabía hacer mi amiga, esa que una vez tuve y que conocí dos veces. Esta era Amalia: la que nunca se ha ido, la que nunca se irá.

*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.

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