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EL CAMINO DE LOS MUERTOS EN MOCORITO

Por sábado 31 de octubre de 2020 Sin Comentarios

RIGOBERTO SÁNCHEZ LEDESMA

Durante la noche de muertos en Mocorito se produce un momento de nocturnidad seductora, sobre la aparente inmovilidad de las viejas construcciones del pueblo, el manto celeste se extiende infinitamente ahogando de oscuridad los rincones profundos del lugar; por la madrugada una marea de cantos, aromas y sensaciones lúgubres embiste el cuerpo que paradójicamente permanece en gozosa paz espiritual. Deambular por el sitio esa noche es como atravesar una zona de temporalidades simultáneas que emanan múltiples acontecimientos míticos e históricos ligados a lo mortuorio que se condensan sensualmente en “el ser” por el cual “todo es” según Heidegger (1994), es decir, todo existe por construcción del hombre, hallando por construcción todo aquello que es erigido (a modo de edificación) y todo aquello que es tejido epistemológica u ontológicamente (a modo de constructo) en un “sistema esencial”(propio del hombre) que da sentido a la vida y otorga significado a las cosas formando lugares simbólicos. El andar entonces, puede pensarse de acuerdo con Careri (2002) como un acto performativo que permite al hombre idealizar, crear y transformar el espacio con su presencia bajo una operación relacional entre lo sensible (cuerpo) y lo cognoscible (mente); acto que solo es posible llevarlo a cabo en el espacio errante de las urbes, esto es, el espacio transitable (libre/despejado) como la calle. Es así la calle la zona de encuentros, la vereda enmarcada por edificaciones y constructos, la región de todos. Es la calle “un lugar”.

De entre las veredas del tejido urbano de Mocorito existe un lugar que está estrechamente relacionado con la muerte de manera ontológica, hablamos de la Calle José María Morelos y Pavón que atraviesa la villa de oriente a poniente; es por así decirlo, “el camino de los muertos” por donde perpetuos cortejos fúnebres se enfilan hacia el cementerio ubicado al final de la calle acompañados de vez en cuando de la música de tambora esparciendo lamentos al viento, mientras que un repicar espaciado de campanas en lo alto de la torre parroquial despide a los finados que se pierden a la distancia. Es también el “lugar del descanso eterno” de los mocoritenses, pues albergó el extinto “Panteón Colonial” en lo que hoy es la plazuela Miguel Hidalgo (plaza de armas), sitio ubicado entre la calle sin nombre que divide a la plaza de la feligresía y la calle Francisco I. Madero para luego ser sustituido según Avilés y García (2012) por el actual Panteón Reforma al final de la calle a mediados del siglo XIX e inaugurado en los primeros años del siglo XX. Así mismo, es el “lugar de la matanza de indios” a razón del mito popular narrado por López Alanís (1997) sobre la ejecución de ciento cincuenta nativos por orden del conquistador Vázquez de Coronado en una bajada ubicada entre las calles Melchor Ocampo y Josefa Ortiz de Domínguez al encontrar resistencia a sus dominaciones; hecho que probablemente atribuye del Cahita el significado toponímico de “Lugar de muertos” a la palabra Mocorito entre otros significados que se le han conferido.

Es esta calle el lugar sombrío, pues se ha impregnado de una esencia mortuoria sin igual, fruto del derrame azaroso de acontecimientos funestos que le han marcado formando la base de las construcciones míticas y rituales que llevan a cabo los habitantes del pueblo en torno a la muerte; muestra de ello es el hecho de recorrer el mismo camino y no otro para sepultar a los muertos, costumbre que se ha seguido por generaciones, así lo recuerda Peña (1992) en la anécdota de “las muertas antagónicas” [1] cuando una mañana de antaño el pueblo despertó con la noticia del deceso de una jovencita de opulenta familia a quien se le organizó un fastuoso programa religiosos de despedida presidido por familiares, amigos y autoridades; esa misma madrugada también partía de este mundo otra joven de la decaída periferia, para quien sus familiares pidieron al sacerdote de la única parroquia del pueblo se le realizara los correspondientes rituales religiosos para el descanso de su alma; sin embargo, el párroco se negó pretextando una agenda ocupada debido a la eventualidad coincidente. Más tarde, durante la peregrinación que hacía el cortejo fúnebre de la distinguida difunta por la calle Morelos hacia el cementerio, inesperadamente de entre las calles se filtra de manera ventajosa el humilde cortejo de la plebeya finada a quien llevaban tendida sobre una mesa de madera gritando con disgustado alboroto “Que viva la muerta de los pobres” y que “muera la muerta de los ricos”. La procesión es un ritual que pretende auxiliar al fallecido a alcanzar el cielo, acompañado por la colectividad o parte de ella en su último andar por el lugar de los vivos hacia el lugar del descanso eterno donde finalmente su alma será liberada de esta dimensión. Es una ceremonia solemne que se realiza bajo un estado alterado de conciencia que permite a los participantes concentrarse en contribuir de manera efectiva y generalmente de manera amorosa con la causa de los deudos, es decir, se afronta la muerte y se tramita la gloria de manera solidaria. Por otro lado, encontramos en este relato la concepción de la calle como punto de encuentro, terreno neutro y libre donde las clases se mezclan para disputarse el camino, de manera que, los gritos de los disgustados interrumpen la ceremonia e invaden la atmósfera tensionando a los otros (los ricos) que también son nuestros (vecinos/conciudadanos) para dar cabida al reclamo territorial; y al mismo tiempo son el mecanismo ritual que intenta perpetuar el recuerdo de una
y el olvido de la otra en el ámbito social del grupo.

En esta porción de terreno transitable, tiene lugar una historia de muerte trágica ocurrida en una cantina llamada “La pasadita” en la esquina con la calle Miguel Hidalgo al costado sur de la actual presidencia municipal, donde según Velázquez (1994) Pedro Castro hirió de muerte a Pedro López causando conmoción en todo el pueblo y disputas políticas en el año de 1890. Es la leyenda de dos partidarios que se juegan la vida en esa esquina a raíz de una amenaza que López le hace a Castro cuando éste transitaba por la calle hacia el mercado, López le dice a Castro que de vuelta no lo quiere ver pasar por el sitio y que si le sorprende andando por allí lo va a matar; de regreso, Castro viene caminando y recibe una lluvia de balas perdidas de las que alcanza a escabullirse, se levanta en busca de López que se había metido a la cantina a cargar tiros detrás de una puerta pero Castro le sorprende desde la calle con un tiro mortal inscripto por el hueco formado entre marco y puerta. Desde entonces esta esquina quedó marcada por este hecho que todavía algunos ciudadanos recuerdan, de manera que las experiencias pasadas viven dolorosamente en el tiempo, a menudo propagándose mucho más allá de la vida de aquellos que estaban directamente implicados en el momento de los hechos, transmitiéndose a las siguientes generaciones a través de diversas formas de narración. Un hecho similar ocurrió poco más de dos décadas atrás a nuestro tiempo en la esquina de esta calle con el Callejón 16 de septiembre, sitio donde fue muerto a tiros un joven del barrio “de arriba” durante un altercado acontecido en la noche de fiestas patrias del pueblo consternando a todos la mañana siguiente. El cenotafio en forma de cruz puesto en el lugar indica a todos la finitud de una vida y de su andar en el mundo, también atiende al ritual que refrenda la creencia de que el finado comparte la muerte con cristo en la cruz y la esperanza de que comparta también la futura resurrección. Así los monumentos se erigen simbólicamente, o bien algunos edificios adquieren ese carácter por los hechos que representan con su presencia, sumándose a la forma en que culturalmente los habitantes conciben la relación entre vida y muerte.

Sin duda, el lugar más representativo de lo mortuorio es el recinto que actualmente alberga el Panteón Reforma al final de la calle, donde los vivos disponen de los muertos para su culto y veneración fijándole un carácter de orden sagrado. En este lugar se generan nuevos sentidos sociales en el grupo, pues la relación entre vivos y muertos ahora alcanza una forma espiritual e imaginada generando comportamientos rituales que se apoyan en la oralidad: se elevan plegarias, se habla con los muertos, se canta y se cuentan historias hazañosas de los que allí descansan cuando estaban vivos, de modo que al contarse de boca en boca se integran al conjunto de leyendas de uso popular, así, la palabra es utilizada como un mecanismo que extiende la presencia de los finados en la vida de la colectividad; podríamos decir, que es el cementerio una zona de memoria social.

Juntar todas estas nociones en el andar, nos permite entender que la forma en cómo el hombre se relaciona con el espacio es a través de las construcciones (Edificaciones y constructos) que produce durante su transitar, acto que le ha permitido apropiarse del mundo, concebirlo y explicarlo. De manera que al pasear por la calle Morelos, cada paso nos coloca en la escena de los hechos que ahí han ocurrido, y de manera figurada podemos escuchar los lamentos, los estruendos de las balas, las campanadas de la iglesia y el trote de todos los que han recorrido la senda tras una carroza; todo ello porque las construcciones (materiales e inmateriales) que allí encontramos soportan esos acontecimientos en su esencia, de manera que, podríamos pensarlos insertos en una red de relaciones temporales en la que nos movemos al andar a través de ellos.[2]

Recorrer la senda en la noche de muertos es una oportunidad única para realizar un ejercicio onírico en el que podemos imaginar y recrear los acontecimientos anteriormente relatados bajo una atmósfera bipartita entre lo lúgubre del lugar y la algarabía de los transeúntes; un viaje fascinante, en el cual nuestros pasos van articulando una historia, un cuento o un discurso; vamos recopilando sucesos y significados; vamos uniendo, atando y desatando; vamos construyendo con los otros nuestro momento de vida; vamos olvidando y vamos dejando morir. Y así, hilamos la urdimbre cultural, resignificando con nuestras huellas el lugar, uniendo el presente con el pasado previniendo el futuro, vamos dejando rastros que mostrarán a otros la ruta que hemos seguido y que habrán de continuar cuando dejemos de existir.

Notas:

[1] El título de “Las muertas antagónicas” es una denominación propia, el autor original no usa un título en dicho relato.

[2] La idea de que los artefactos están insertos en una red de relaciones temporales en la cual nos movemos fue una discusión que tuve en un seminario sobre “Diseño, Transdisciplina y Complejidad” en el Posgrado en diseño industrial de la UNAM, dirigido por la Dra. Patricia Tovar Álvarez.

Referencias:

Avilez y García (2012). El Lugar de la resurrección en Mocorito: El panteón Reforma. Serie de Historias Municipales. México: ISIC, CONACULTA, H. Ayuntamiento de Mocorito. p. 36.

Careri (2002). Walkscapes: El andar como práctica estética. Barcelona: Gustavo Gilli.

Heidegger, Martín (1994). Habitar, Construir y Pensar [Conferencias y Artículos]. Traducción de Eustaquio Barjau. Barcelona: Serbal. España. pp. 139-142.

López A. Gilberto (1997). La formación del Valle del Évora. Presagio Revista de Sinaloa, Vol. 85 EPOCA II. p. 4.

Peña G. Enrique(1992). La ruta hacia el eterno descanso de los mocoritenses, en: En el viejo Mocorito. Culiacán de Rosales: COBAES. p.207.

Velázquez R. José (1994). Apuntes de Mocorito. Culiacán de Rosales: COBAES – H. Ayuntamiento de Mocorito. p.25. y 65

Arquitecto y Maestro en Diseño Industrial (UNAM)

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