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MUERTE POR CONFUSIÓN

Por domingo 30 de septiembre de 2018 Sin Comentarios

CUENTO

ENRIQUE VELÁZQUEZ

El repentino fallecimiento del doctor Luis Pomposo de la Torre cayó de sorpresa y la noticia corrió como reguero de pólvora por todo el pueblo.
Nadie podía creer que un hombre tan capaz en su profesión, tan bondadoso en su corazón, tan buen marido y padre, tan responsable ciudadano, tan relativamente joven y completamente sano de su cuerpo y alma hubiese muerto de un día para otro, aparentemente sin motivo ni  explicación alguna.
El día de su fallecimiento, su casa era insuficiente para albergar a los dolientes y curiosos, porque –con excepción del cura- era todo el pueblo, incluido el otro médico de la zona cuyo destino estaba indisoluble y fatalmente ligado al de su colega fallecido.
A pesar de la aflicción que la inundaba, su hermosa mujer se desbordó entre tener los cinco sentidos puestos en los detalles del velatorio y el entierro de los restos mortuorios de su marido, y entre atender a todas esas personas que, sin consideración alguna, se apropiaron en tropel del lugar como si fuera suyo, arrasando todo cuanto a su paso encontraron, tal cual hormigas depredadoras en busca de su escondrijo.

Con la angustia apenas disimulada y el debido tiento, afanosa dio órdenes estrictas, inapelables, al personal de la funeraria sobre cómo debían preparar el cadáver para el velatorio; atendió al administrador del panteón para acordar hasta el mínimo detalle de la inhumación; arregló y organizó con pulcritud y sensatez la habitación en donde sería velado el cuerpo; vigiló que el café estuviera en su punto de azúcar y canela, para disfrute de los solidarios dolientes. Y en todo ese trajín nunca perdió la compostura de la mujer firme, pero a la vez comprensiva y dulce, que como un hálito pululó siempre alrededor de su marido, auxiliándolo en su trabajo, cuidando la perfecta marcha del espacio doméstico y, mucho más, la apasionada intimidad del matrimonio, aunque por dentro su alma estuviera destrozada. Porque no por sabido por ella –y sólo por ellacon mucha antelación, el hecho era menos desgarrador.
El galeno era célebre en el pueblo, entre otras cosas, porque –se decía- ningún enfermo atendido por él había quedado sin cura y, más aún, porque no tenía en su haber ni un paciente fallecido, aunque nadie hubiera tenido nunca el cuidado de verificar si tan desmesuradas aseveraciones fuesen ciertas. Y eso se debía, claro, a que era el mejor terapeuta de todos los tiempos en kilómetros y kilómetros a la redonda. Tal era su fama que desde los cuatro puntos cardinales peregrinaba la gente por horas, y si era necesario por días, en busca de sus cuidados. Su casa –que también hacia las veces de consultorio y hospitalsiempre estuvo llena de personas que por arte de quién sabe qué maravillosas habilidades de organización y sin importar las circunstancias, eran debidamente atendidas de sus males y dolencias. Y a pesar de ello, la familia se daba tiempo para todo.

Las lenguaraces del pueblo, ociosas de suyo, se habían dedicado a casi santificarlo en vida, corriendo de boca en boca la especie de que hacía un milagro tras otro, atribuyéndole las historias más inverosímiles, como copiadas bizarramente de los santos evangelios: lo mismo había devuelto la vista a un ciego que la vida a un muerto con sólo poner sus manos encima o decir unas palabras mágicas, en un acto casi de exorcismo que expulsaba a los demonios que –quien sabe cómo ni por qué- se introducían en los cuerpos y las almas de los sufridos pacientes. A este doctor –decía la gente- la muerte le pela los dientes, y por eso, aseguraban con la misma certeza de que el sol sale todos los días, que habría de vivir más allá de una eternidad.
Y a pesar de las llamadas de atención y del disgusto del galeno por la difusión de historias disparatadas que lo asemejaban a un curandero charlatán y denigraban la noble profesión, las devotas no cejaron en su tarea de inventarlas. Lo hacían con lujo de detalles y las contaban de manera tal que cualquiera diría que, ciertamente, habían presenciado los hechos.
Dijeron que separó a unos trillizos, sin que en sus cuerpos quedara cicatriz alguna de la operación. Que hizo vivir a una niña nacida a los tres meses de embarazo y con apenas medio kilo de peso. Que curó a una anciana de una rara enfermedad con tan sólo exponerla a los rayos del sol y lanzar una perorata acompañada de extraños gestos. Que unas veces usaba una especie de varita chispeante y, otras, unos cataplasmas de estannato para curar determinados males. Que de sus manos emanaba una ola de calor que volvía cuerdos a los locos cuando las aplicabaen sus cabezas. Que, incluso, podía curar a distancia, para lo cual bastaba que algún pariente del enfermo le indicara con cierta certeza los principales síntomas del mal. Que curó a una mujer de un mal imaginario con hinchazones en el cuerpo, supuradas por el galeno con una jeringa hipodérmica. Que una vez ordenó a un paciente cesar los dolores que lo aquejaban, y que cesaron. Que volvió a la
vida un sujeto congelado a pesar de que la temperatura ambiente era de 45 grados centígrados. Que a muchos les daba brebajes preparados con raras sustancias sólo por él conocidas. Que extrajo muchos tumores, algunos del tamaño de una sandía, sin abrir a los pacientes. Que con sólo invocar su nombre, hizo regresar a su casa a un sujeto perdido sin dejar rastro alguno debido a su extravío mental. Que curó a una señora que soñaba pesadillas aún despierta. Y, en el colmo, dijeron que cuando una procesión de dolientes acompañaba el ataúd de un muerto pasó por enfrente de la casa del galeno, éste se levantó de la mecedora en la que estaba sentado tomando el fresco y preguntó “A quién llevan ahí”, y cuando le contestaron “A Sebastián Malasuerte”, el doctor dijo “Ese no está muerto, sino cataléptico, sáquenlo de ahí y llévenlo a su casa”. Y para buena suerte de Sebastián Malasuerte, efectivamente no estaba muerto. Ello naturalmente contrariaba seriamente al cura de la región, cuyos tronantes regaños -lo han de pagar el día del juicio final, peroraba desde el púlpito- les entraban a las impías mujeres beatas por un oído y les salían por el otro. Y si por el religioso fuera, por más que con ello atentara contra la enseñanza y la voluntad divina, el médico podría irse exactamente al carajo, con tal de recuperar el prestigio y, sobre todo, el reconocimiento y el control de la grey que mucho tiempo atrás había perdido. Y tanto más fuera por el doctor Ramírez de la O, único otro médico que ejercía en la región, pues sus pacientes se reducían a los que, bondadosa y solidariamente, le enviaba el doctor Luis Pomposo de la Torre, con enfermedades simples y que, a regañadientes, aceptaban que los atendiera alguien que no fuera el milagroso galeno. Podría pensarse que, sin competencia al frente, el doctor Ramírez de la O vería enderezada su suerte, pero no había tal. De hecho, con su muerte, el doctor Luis Pomposo de la Torre se llevaría a la tumba el destino de su desafortunado colega, cuando a raíz de la formulación del certificado de defunción escenificara un diferendo con la viuda.

Resulta que, a la hora de anotar en el documento las causas de la defunción, el colega del muerto garrapateó la frase: “Causas desconocidas que propiciaron un paro cardiaco”, pues extrañado no había encontrado enfermedad alguna que hubiese provocado el fallecimiento de su colega. Sobria, amable y digna, la viuda le dijo de manera suave y respetuosa, pero a la vez firme, que su marido había fallecido por causas sabidas por ella que le propiciaron un infarto espiritual y le rogaba que así lo dejara señalado en el documento oficial. Anonadado y apabullado por las palabras y la imponente presencia moral de la viuda, el doctor Ramírez de la O a duras penas pudo preguntar acerca de las dichas causas que provocaron un infarto espiritual que “señora no puedo técnicamente relacionarlo con un fallecimiento corporal”. Sin perder la amabilidad, secamente la viuda repuso en una sola y contundente frase, remarcando la palabra de la causa: “La Confusión, doctor”.
El gesto en la cara del galeno fue indescriptible. Después de un silencio prolongado que pareció durar un siglo, mientras asimilaba lo escuchado y meditaba la respuesta, con voz temblorosa y apenas audible le dijo a la viuda que tal enfermedad no estaba registrada en ninguno de los anales de la ciencia médica y que, por tanto, no podía aducirla como causa de muerte alguna. Sobreponiéndose a la pesada personalidad de la dolida mujer y a su propia turbación alcanzó a interrogar que cómo y en dónde se había originado tal versión. A lo cual la viuda contestó otra vez secamente: “Me lo dijo mi marido. Y me rogó, sino es que me exigió, que así quedara asentado en su certificado funerario”. Luego explicó brevemente que, una mañana de años atrás, su marido le había asegurado que había contraído el terrible mal de la Confusión y que esa sería la causa de su muerte. Que deseaba vehementemente que la ciencia médica supiera que ese mal existía, que era incurable y mortal. Más todavía: que carecía de sentido estudiarlo, porque se origina en la esencia misma del ser humano, pero que sin duda alguna existe, toda vez que él lo había contraído y lo estaba matando. Que la ignorancia del mal había conducido a muchos facultativos a diagnósticos equivocados y, por ello, a torturar a los pacientes con tratamientos igualmente desacertados. Que no deseaba que ello siguiera ocurriendo y que quienes contrajeran dicho mal debían morir en paz. “Así que en su nombre –adujo la viuda-, le ruego que escriba adecuadamente el certificado de defunción.”
Quién sabe cómo, pero el Dr. Ramírez de la O encontró la fuerza y las palabras que expuso atropelladamente para argumentar que no sólo era cuestión de respetar los códigos profesionales respectivos, sino que la salud de su propio equilibrio emocional no le permitía escribir algo que, a su juicio y al de la ciencia médica, carecía de fundamento y que, por tanto, no tendría validez jurídica. Ante la negativa, la viuda dijo: “Muy bien, doctor, gracias. Le advierto que, de cualquier manera, mi marido tendrá y será enterrado con el certificado de defunción que deseaba y que a la verdad corresponde. De mi cuenta corre.” Ante tal afirmación, el Dr. Ramírez de la O sólo alzó los hombros, se puso el sombrero y se escabulló de la casa en medio del llanto y las lamentaciones de los dolientes, que ni siquiera repararon en su persona.
El Dr. Ramírez de la O no supo nunca qué trámites hizo la poderosa viuda para lograr su propósito, pero al día siguiente del entierro pudo comprobar en los archivos del registro civil que el certificado de defunción, firmado por el propio muerto, rezaba como causa de la defunción el mal de la Confusión que había propiciado un infarto espiritual. Lo cierto es que el litigio se hizo voz pública y como consecuencia, al revés de lo esperado, la clientela del Dr. Ramírez de la O se redujo a cero, y peor aún, en su vida cotidiana era objeto, abierta o simuladamente, de rechazo y desprecio, pues todo el pueblo consideraba que no estaba facultado para poner en entredicho la sabiduría de su colega fallecido.
Ante el desolador panorama, el Dr. Ramírez de la O no tuvo más opción que tomar la decisión de abandonar el pueblo. No obstante, horas antes de su definitiva partida, tuvo la incierta intuición de hablar por última vez con la viuda y se armó de valor para encaminar sus pasos hacia la que fue la casa de su excolega, sin saber siquiera si sería recibido. No estaba cierto de lo que buscaba o esperaba de la visita, pero se decía que ya frente la viuda lo sabría. Para su sorpresa, fue recibido sin más. La viuda tardó algunos minutos en aparecer, tiempo que al Dr. Ramírez de la O le pareció angustioso y torturante, al grado de que dudó un momento en permanecer ahí. En eso apareció la viuda, imponentemente vestida de negro se sentó en el sillón situado enfrente del Dr. Ramírez de la O y, sin preámbulos, interrogó: “A qué debo el honor de su visita”. El galeno nervioso jugaba con los dedos de sus manos; alzó la mirada y la fijó decididamente en los ojos de la viuda, le informó escuetamente de su partida y, no pudiendo decir mucho más, finalmente agregó: “No sé, señora, qué decirle ni qué hago realmente aquí. Estoy muy confundido”, después de lo cual bajó la vista y enmudeció. Sin perder la figura y con una profunda tristeza reflejada en el rostro, la viuda contestó: “En verdad lo siento, Dr. Ramírez de la O, porque precisamente de eso se va morir; y habida cuenta de la experiencia, le aconsejó que deje redactado su certificado de defunción.” Acto seguido, solemnemente la señora se puso de pie, extendió su mano para despedirlo y se retiró dejándolo sólo en la inmensa sala de la casa.
Nadie supo nunca cuál fue el destino final del Dr. Ramírez de la O ni cómo fue que el pueblo entero desapareció, pero quienes por azares del destino han pasado por sus ruinas, dicen sentir el indefinido dolor y el profundo desasosiego que produce la enfermedad de la Confusión que inevitablemente conduce a la muerte.
Enterado el cura de la negativa de la viuda, por órdenes del marido, de que los funerales tuvieran el mínimo tufo religioso, creyó llegada la ocasión para ajustarle las cuentas al hereje, como solía llamarle, durante el sermón del primer domingo después del deceso, cuando desde el púlpito dijo: Hermanas y hermanos, hijas e hijos del señor, es la voluntad Divina que, al final, la verdad se sepa e impere en la Tierra, revelando ante los ojos de todos a todo aquel que pretenda malignamente compararse con el hijo de Dios, en cuanto a su virtud de hacer de milagros, pues recibe su castigo, aun con la muerte, por más sano que aparente estar. Como todo, las enfermedades también son creación del divino señor con el objeto de recordarnos que somos seres mortales. Y es Él quien decide si la enfermedad que azota a una persona es pasajera o definitiva, porque también es Él quien ha creado la cura. El infierno espera a esas almas desviadas del culto y enfermas de soberbia.
En ese sentido, no hay confusión posible. Acto seguido, el sacerdote se desplomó en el atrio y uno de los monaguillos se acercó corriendo y le preguntó: ¿Está usted bien? ¿Qué le sucede? Y el religioso contestó: ¡No sé qué demonios ocurrió? ¡Estoy muy confundido¡

* Autor sinaloense

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