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Pasajes de una microhistoria DON FELIPE LUNA VALADEZ; SOLDADO DE PANCHO VILLA

Por domingo 30 de abril de 2017 Sin Comentarios

pasajes de una micro

Por: Teodoso Navidad Salazar

Era tiempo de aguas. Corría el año, si mal no recuerdo, de 1964. Era yo, un niño. Había empezado el éxodo de familias desde el campo Mezquitillo “La Curva”, hacia lo que sería un nuevo núcleo de población ejidal: Mezquitillo “Chapeteado”, en la hoy sindicatura de Costarica.
Como ha quedado dicho ya, en otras entregas, algunas familias, provenían de Michoacán, Guanajuato, Zacatecas y Jalisco; de Sinaloa, procedían de los municipios de Angostura, Culiacán, y la sierra, de Cosalá y San Ignacio, como fue el caso de mis padres.

La gente se acomodó como pudo, en casas con techos de tule y paja. Eran familias pobres, algunas con tan sólo lo que traían puesto, cobijas y alguna mesa, cama de madera, banco o sillas. Todos trabajaron duro para sobrevivir en aquel ambiente lleno de insalubridad; moscos y carencias, sobre todo por el agua, que se tomaba, directamente del canal de riego que pasaba a poca distancia del poblado. Nada fue fácil, para aquel grupo que apenas si se conocía entre sí. Pero a base de esfuerzo la mayoría se adaptó; sin embargo algunas familias venidas del sur del país, no soportaron aquel ambiente y regresaron a su tierra, donde el clima era más benévolo y negociaron sus derechos parcelarios, con otras gentes y se fueron para siempre jamás.

Pocas eran las ganancias que los ejidatarios obtenían de aquellas tierras, muchas llenas de salitre, por lo que al tiempo, con apoyo del gobierno, lograron construir drenes que bajaron la salinidad volviéndolas productivas; antes de eso, la gran mayoría tuvo que trabajar en labores agrícolas de campos circunvecinos, para asegurar la comida diaria.
Dentro de aquellos hombres acostumbrados a duras faenas campiranas, había un hombre de gran estatura, fuerte como un roble y de buena charla. Era originario de La Barca, Jalisco. Había llegado al campo Mezquitillo al iniciar la época de los sesenta, buscando mejor vida para su familia. Su nombre: Felipe Luna Valadez, casado con doña Elena, que fue una mujer infaltable en los velorios ya que era la rezandera. Muchos niños de la época aprendimos de memoria los rosarios y sus misterios.

Muchas eran las anécdotas que contaba don Felipe Luna, que en ocasiones eran poco creíbles. Según su dicho había sido soldado y había militado en la gloriosa División del Norte, comandada por mi Gral. Pancho Villa y cuando la ocasión se presentaba contaba las hazañas de combates contra las otras fuerzas guerrilleras. Como persona mayor, siempre lo escuché con respeto, no obstante la raza en plan de carrilla, aumentaban los comentarios más allá de lo que él, había dicho, y aquellas anécdotas iban de boca en boca, y cada vez, eran menos creíbles.

Recuerdo que don Felipe, tenía un par de burras, que utilizaba para jalar una carreta en la que vendía leña o madera, tanto en el ejido como en los campos aledaños, que cortaba en montes cercanos. Dichos animales después del trabajo diario, eran llevados por don Felipe Luna a que pastaran (siempre juntas). Noche a noche, este par de animales, era visitado por algunos mozos en edad de merecer, y en ellas satisfacían sus necesidades sexuales. Don Felipe, no estaba en desacuerdo en que sus animales, fueran utilizados en esos menesteres juveniles, sin embargo había un problema: después de logrado el objetivo nocturno de los muchachos, muchas veces los animales no eran amarrados tal y como él, los había dejado, por lo que ya sin ataduras vagaban libremente e iban a dar muy lejos del lugar original. Don Felipe, tenía que buscar sus animales y después de grandes fatigas, lograba dar con ellas y regresarlas al ejido.

pasajes d una microCuando la muchachada, después de la jornada del día, se reunían en los puntos de encuentro del ejido, que eran los abarrotes de José Casillas o de Alfredo Leyva, a platicar, don Felipe, en forma cordial, refería: “muchachos, no me incomoda, que usen a las burras; pero no me las desaten, porque se van lejos y luego tengo que andarlas buscando.” Como el lector, comprenderá, aquellas expresiones del buen hombre levantaba comentarios y risas de los que lo escuchaban. Contaba don Felipe Luna, qué había sido soldado muy cercano a Pancho Villa; incluso que en ocasiones atendía a su “7 Leguas”. También comentaba que en cierta ocasión en que la tropa villista sufrió por hambre, se dispuso que se mataran algunas bestias entre ellas burros y muletos, para alimentar a la tropa. Algo que la chamaca jamás olvidó fue aquella anécdota donde él consideraba le había tocado en la comida un trozo de pene (“bello lindo”, llamaba don Felipe al pene), porque se masticaba con dificultad, pero como el hambre es canija, tuvo que comerlo. Crónicas de ese tipo, arrancaban la risa de quien tenía oportunidad de escucharlo. Dichas historias eran comentadas más delante por los muchachos, pero ya no como originalmente la había comentado don Felipe Luna, sino “aumentadas y corregidas”.

Cuando los años se le vinieron encima, achaques y dolencias aparecieron en la humanidad de don Felipe Luna. Sin embargo con todas las dificultades, salía a las esquinas o al abarrote, a platicar con quien fuera, utilizando un silla para sentarse donde se cansaba. Mi hermano Víctor, hombre de gran sentido del humor, cuando lo encontraba descansando en dicha silla, le decía: Hombre, don Felipe, yo creía que usted, no era de silla, pensé que era de “puro pelo”, refiriéndose a quienes montan a caballo, ya sea en bestia ensillada o en puro pelo. Don Felipe, reía con estas y otras ocurrencias de los muchachos de la época. Entre la familia de don Felipe y la mía, hubo siempre una gran amistad. Ramón, uno de sus nietos, prácticamente se crió en mi casa. A dónde íbamos, que Ramón, no fuera con nosotros. Recuerdo en una plática con Ramón, refiriéndonos a los tiempos ya lejanos de la infancia, me dijo: éramos como hermanos. A lo que yo le contesté: somos hermanos; y nos ganó la emoción a ambos.

Muy lejos quedaron aquellos tiempos en que las familias soportaban inclemencias climáticas; calores, desnutrición infantil; enfermedades; huracanes, moscos, agua insalubre, lodazales, y carencias de todo tipo. Hoy, una carretera asfaltada, comunica al ejido con la carretera Culiacán-Eldorado. Tienen agua potable y drenaje; sus casas son de ladrillo o concreto y en los patios abundan árboles frutales. Una iglesia, donde los devotos calman sus dolencias espirituales; escuela primaria y jardín, con todas las comodidades para los niños. El trabajo pesado lo hacen modernas maquinas. La descendencia de estas familias que llegaron buscando una vida mejor, hace más de cincuenta años, hoy disfruta de cómodas camionetas o automóviles para su traslado a la ciudad; aire acondicionado en casa y luz eléctrica, hacen más llevadera la vida cotidiana. Si bien es cierto que los precios de garantía para sus cosechas no son los mejores, la vida cambió gracias a su trabajo. Muchos hijos de aquellos ejidatarios, son ahora profesionistas y sirven a su patria desde distintas responsabilidades; otros buscaron el sueño americano y se quedaron allá, tal vez para siempre.

Muchos hombres y mujeres de aquellos primeros pobladores se fueron para siempre jamás, dejando ejemplo de trabajo y honradez en sus descendientes. Se fueron don Salvador Vázquez y su esposa doña Micaela Méndez; doña Elena, esposa de don Felipe Luna, José Guzmán, Francisco (don Pancho Dulces) García Villegas y su esposa Consuelo Gamiño; los hermanos Enrique y Jesús Camacho; don Irineo Meza; los hermanos Ramón y Rodolfo Castañeda; Encarnación López, Juan Araiza Arciga; doña Trinidad, José Salas, Alfonso Gallegos, Francisco Santillanes Loaiza y su esposa Ignacia (mi hermana); Julián Patiño, Agustín Trujillo y Moisés Suarez; don Antonio Granados (a quien mi padre siempre llamó hermano) y su esposa Maclovia; doña Gracia y su esposo José Casillas.

También partieron al viaje sin retorno Julián Patiño, Manuel López Fuentes, José Naranjo y su esposa Magdalena, Alfonso Aguilar y su esposa María Trujillo, Leonor Murillo y su esposo Ramón Barraza, Ernesto Araiza y su esposa Guadalupe Naranjo, y otros que escapan a mi memoria. Por su parte don Felipe Luna, murió frisando los ochenta y cinco años; con su partida, se fueron muchas historias, pero otras se quedaron en el imaginario de muchachada que le tuvimos un gran aprecio.

* La Promesa, Eldorado, Sinaloa, abril de 2017. Sugerencias y
comentarios a teodosonavidad@hotmail.com

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