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Tres historias de ciudad

Por domingo 29 de abril de 2012 Sin Comentarios

Por Iván Escoto Mora*

I

En la contemporaneidad, la saturación ha sustituido a la libertad dejando todo en un estado en el que la única constante es la ausencia de espacio, de tiempo, de dignidad.

Una mañana cualquiera las puertas del metro se abren, entra un hombre arrastrando sus palabras: “¡Caridad, una ayudita, una moneda por amor de Dios!”.

Sus piernas no le responden, anda a gatas, se escurre por los pasillos del vagón entre portafolios y miradas diversas, algunas de repudio; otras de indiferencia; las menos atisban una combinación inexplicable entre misericordia y náusea. El olor de pronto se vuelve insoportable, no se puede imaginar la última vez que aquel sujeto tomó una ducha.

La puerta se abre de nuevo, sale el hombre y entra una anciana que grita desaforada: “¡No tengo dinero, no puedo trabajar, ayuda, ayuda”. La mujer se pierde entre el gentío y tras ella dos niños, como sombras, aparecen tambaleantes. No logran articular palabra. Uno de ellos desnuda su torso para mostrar un cordel de verdugones. Tiende en el suelo un trapo cargado con trozos de vidrio. Sobre ellos coloca la espalda.

El otro niño observa, esconde el rostro tras un puño, inhala. Alarga su mano, tira del saco de un caballero; roza con el huesudo dedo el hombro de otro; una mujer, entre asustada y afligida, le obsequia unos pesos.

El metro se detiene, la multitud se dispersa, cada quien toma su rumbo pero, el hombre, la anciana, los niños, ellos permanecen aunque ya nadie los mira, no hay tiempo. Todos corren, deben llegar rápido al sitio donde nada espera.

II

Aquel día decidí ir a pie. Camino desde la casa al centro, no quería maltratar en el subterráneo el cuadro.

Es curioso, nunca pensé conocer de mano al afamado pintor Santiago y menos ganarle un grabado en una partida de dominó. Yo que nunca había jugado y por casualidad decidí visitar aquella mezcalería desdibujada a las afueras de la ciudad.

Me detengo en el café de chinos, junto al mercado donde está el puesto en que siempre enmarco mis cuadros. El mismo mercado desde hace años, el mismo café. Bebo en una taza, ¿quizá la misma? Me pregunto cuántas bocas habrán tocado su filo, cuántos se habrán sentado en el mismo sillón, frente a la misma ventana, en el mismo barrio.

De niño venía aquí con el abuelo y él con su padre. Los desvencijados sillones sin duda son los mismos.

Veo el café, las sillas, la gente que entra y sale, la ventana que da a la calle. Veo lo que siempre ha estado, lo que siempre ha sido y veo sin embargo, otro café, otras sillas, otra gente que entra y sale, otra ventana que da hacia otra calle y un mundo que nunca ha sido ni volverá a ser el mismo.

El abuelo ya no está. El viejo dueño del café, ya no está. El tiempo de la infancia, ya no está. Esos días en que todo era tan simple, han desaparecido.

III

-¿Qué sería de mí sin los recuerdos?-, dijo el hombre de ropas que quizá un día fueron elegantes y uñas en las que podría sembrarse un árbol.

Lo escuchaba hablar y no pude evitar pensar al mismo tiempo en la frase que tantas veces escuché en el colegio: “Los hijos de los reyes son príncipes; sus nietos, mendigos”.

-Soy Alfonso-, se presentó con nosotros el hombre, antes de pedir una moneda. -Llevo días sin comer-, dijo con ojos suplicantes. Pasaron por mi cabeza cien preguntas: ¿Cómo llegó ahí?, ¿cómo llega alguien a estar tan solo?

-He vivido aquí siempre- dijo. –En la calle llevo veinte años pero antes tenía una casa muy grande en aquella esquina, me la dejaron mis padres y luego el banco me la quitó. Ya no existe, la tiraron para construir un estacionamiento. Perdí todo. Juego y alcohol, a eso me dedicaba entonces. Las mujeres llegaban solas, les gustaba estar conmigo, creían que podía darles cosas pero en realidad no podía. Todo era instantáneo, el mundo del juego es así, instantáneo. Días con un convertible a la puerta, días durmiendo en la fuente.

-Conocí bien el barrio, las joyerías finas, a los políticos de altos vuelos y a los mafiosos, los restaurantes exclusivos y las noches de cabaret. Muchos tenían que hacer fila para entrar, yo no, a mí me recibían con un: “!Pásele jefe!”. Conocí lo mejor del barrio y con lo mejor me perdí. Estuve en los cafés cuando los poetas alfombraban de ceniza las duelas. Ya nada de eso existe, ahora todo es una cloaca tras otra y multitudes de jóvenes insoportables. La belleza se marchitó. El tiempo es un recuerdo.

Mi tío sacó de su bolsillo un billete y lo extendió al hombre. –Por los recuerdos- dijo, -yo también conocí esa época. Quién sabe, tal vez algún día regrese y nos volvamos a encontrar tomando café entre poetas. Alfonso tomó el dinero y se marchó.

*Abogado y filósofo/UNAM.

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