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Las anécdotas de Cañedo Sabía recompensar, alentar, perdonar y castigar…

Por domingo 29 de abril de 2012 Sin Comentarios

Por Óscar Lara Salazar*

El general Francisco Cañedo es un personaje de rigor en la historia de Sinaloa. Más de dos décadas al frente de los destinos de Sinaloa logró imponer record en el ejercicio de gobierno. Era un personaje multifacético, lo mismo se le recuerda como dictador que como paternal. Como hombre estricto y severo que como franco y dicharachero.

El general Francisco Cañedo Belmonte, que era su nombre completo, gobernó durante 21 años el Estado de Sinaloa, con breves intervalos, como dice el dicho popular, si acaso “para taparle el ojo al macho”, pero se ganó tanto la confianza y el afecto del Presidente Porfirio Díaz, que este llegó a decir, “Juntos subimos al poder y juntos bajaremos”. Pero Cañedo, a diferencia de Díaz, murió antes del estallido de la revolución. Por ello a Cañedo no se le condena con la severidad histórica que se juzga a los hombres del porfiriato. Se le recuerda como un gobernante con un estilo paternal del ejercicio del poder. Se bajaba al nivel de la convivencia vecinal y personalmente observaba conductas ciudadanas. He aquí algunas anécdotas de este singular personaje de la vida sinaloense del siglo pasado y antepasado.

Entre los tipos pintorescos del Culiacán de antes, había un individuo quien el pueblo le llamaba Murguía “el cabezón”, que se ocupaba de vender tamales por las calles en un enorme canasto que llevaba en la cabeza. Pregonaba sus tamales en esta forma: “Tama…les…de…puer…co…”.Otras veces en lugar de puerco decía puerca. En tanto una turba de muchachos callejeros que le seguía siempre, se burlaba de él, preguntándole con insistencia:

—¿De qué son los tamales, cabezón? ¿De qué son? ¿De qué son?…

Inmediatamente, Murguía irritado, les contestaba con una injuria, que los tamales resultaban hechos con carne de las familias de los impertinentes.

Un día el general Cañedo, iba de buen humor por la calle, cuando se encontró con Murguía el cabezón vendiendo sus tamales. Con sorna bien marcada, el gobernador le pregunta:

—¿Oye, Cabezón, de que son los tamales?…

Al notar Murguía el Cabezón que se trataba del general Cañedo, se mordió la lengua, antes de lanzar el denuesto que acostumbraba con los muchachos. Pero como el general le preguntase una y otra vez: ¿De qué son los tamales?… Hubo un momento en que Murguía lo interroga “¿General, me da permiso de decirle de que son?…”Desde luego lo tienes”, repuso el general. Entonces Murguía autorizado ya para hablar como el quería, se irguió, para lanzarle a su interlocutor esta frase: “Pues, general, son de carne de su… más vieja de su casa”.

Como Gobernador del Estado, el general Cañedo tenía obsesión por la limpieza pública, que llegaba a ejercitar las funciones de un guardián municipal. Solía recorrer las calles por la mañana para inspeccionar la limpieza.

Una mañanita golpeó las puertas de una casucha humilde cuyo frente estaba invadido de basura. Al poco rato abrió una señora ya un tanto avanzada en edad y de un temple de pólvora. El general Cañedo se apresuró a ordenarle:

—Señora, barra el frente de su casa, que está resucio.

La señora se enfada y en voz de cuello, replica:

—¡Ah, sí…viejo metiche!… pues hágalo usted que anda de vago, yo estoy muy ocupada y no tengo tiempo para eso.

Y lanzándole una escoba a la calle, cerró las puertas dejando afuera al gobernador, de pie, como si fuese un autómata, hasta que prosiguió su camino, pero ya sin golpear ninguna puerta.

Otra mañana se topó con una vieja que barría la calle sin haber regado previamente. Al ver el gobernador la tolvanera que levantaba la vieja aquella, fue para decirle:

—Qué ¿no ves el polvo que levantas? ¿Por qué no riegas?

—Porque no hay agua.

—Es que debe haber aquí agua.

—Si hay, tráigamela, —replicó despreciativamente la vieja.

Perdida la partida, apeló a recordar a la brusca vecina de la calle 2 de abril, que era el gobernador quien hablaba. Y al efecto, dijo:

—¿No sabes con quien hablas?

—Sí, como no, con Cañedo!

El general sonrió, derrotado trepó a su “buggy” y subrayó la salida franca de la barrendera, con un “!ah que vieja! Así son los sinaloenses –dijo— francos y llanos: las jerarquías del presupuesto no las entienden.

Marcial Salas fue un asistente que por muchos años colaboró al lado de Cañedo, conoció de cerca muchas vivencias del General a lo largo de mucho tiempo, y cuenta la siguiente anécdota:

“En uno de los viajes del señor Cañedo a la capital de la República no hizo el retorno por Altata, usando, al final, el Ferrocarril Occidental de México, sino que se aventuró por la sierra, a lomo de caballo. El general Cañedo era, por aquellos días, senador de la República y venía a Sinaloa a tomar por primera vez, las riendas del Gobierno del estado. Venían acompañando al general algunos miembros de los cuerpos de Rurales de Durango y Sinaloa, y yo, hecho un mozalbete, me uní a la comitiva para ir a Culiacán a servirle al nuevo gobernador.

“Corría si mal no recuerdo, el año de 1885. Parece que fue ayer: llegamos a un poblado llamado Rusia, enclavado en la línea divisoria entre Durango y Sinaloa. Desmontamos. Era una mañanita muy fresca. Los rurales después de aflojar las monturas y pedir alojamiento, se fueron al pueblo en busca de leche recién ordeñada, para desayunar. Después de entrar y salir en algunos jacales del poblado, Manuel Castañeda, jefe de la defensa de Rurales de Sinaloa, se acercó al general Cañedo y le dijo:

—Mi general ¿Quién cree usted que está aquí?

—No se, ¿Quién?

—El capitán Galindo, del 9° Batallón, el jefe que lo aprehendió a usted en Imala, formándole un consejo de guerra y firmando su sentencia de muerte.

—¿Cómo? ¿Galindo?

—Si, mi general. Allí está en una tarima, en el jacal aquel, casi moribundo.

Seguido por el general Cañedo, Castañeda echó andar por entre las chozas del misérrimo caserío. Las mozas del pueblo, con los cántaros sobre los hombros, bajaban al arroyo. Los vaqueros arreaban el ganado rumbo a los potreros. El sol comenzaba a dorar los techos de paja de los jacales.

—¡Aquí es general!

Cañedo avanzó lentamente. Adentro, sobre una estera de palma trenzada, un hombre, densamente pálido, ceñida la frente con un rojo paliacate, parecía dormir.

Al ruido de los pasos, despertó. Cañedo y Galindo se cruzaron la mirada. Los labios permanecieron mudos, claveteados por la sorpresa, silenciados por el recuerdo. Los minutos eran dolorosos. Solo subrayó la escena un piadoso movimiento de cabeza del general y un ligero estremecimiento del enfermo, bajo la sábana sucia.

Cañedo se llevó la mano a uno de los bolsillos del chaleco. Tomó cinco monedas de oro y las alargó a Galindo, que adelantó el brazo, cerrando los ojos. Era el, ahora el vencido.

Así dejó el general Cañedo un puñado de monedas de oro sobre la mano que, años atrás, firmara su sentencia de muerte. Sabía recompensar, alentar, castigar y perdonar”.

El general Francisco Cañedo sigue siendo referente de las crónicas, de los análisis y de las anécdotas. Sigue siendo pues, uno de los hombres públicos más legendarios de la vida sinaloense.

*Diputado Federal y Cronista de Badiraguato

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