Nacional

Complacencia e incomodidad

Por domingo 15 de enero de 2012 Sin Comentarios

Por Víctor Roura*

1. Por naturaleza el periodismo es, o debiera serlo, incómodo. Atrincherados en la pluma, los revolucionarios de toda laya se han servido de este medio de comunicación para expresar su antagonismo al gobierno. La escritura fue fundada para notificar el azaroso, inquietante, acaso confuso y en un principio inexplicable, paso por este mundo, no para complacer a quienes detentaban el poder, que esto se hizo —pues nunca han faltado los oportunistas— cuando ya la prensa y sus informantes eran existentes.

Los buenos periodistas incomodan a los gobernantes no porque ése sea su perseverante y enervado fin, sino porque la búsqueda de la verdad (que puede traducirse en una información imparcializada, en la revelación de los actos verídicos, en ninguna ocultación de los hechos, en la eliminación de los intereses privados) es su básico objetivo, incluso por encima del provecho propio. El periodista incomoda por el descorrer de los velos oscurecidos, no por su presencia en sí en las manifestaciones públicas.

Pero sucede que el oficio es motivo de insanas propuestas por parte de quienes dominan los territorios habitados por todos aquellos subsumidos en los sistemas reglamentados por la clase reinante. Y es fácil, cómo no, estar de acuerdo con los enriquecidos, sobre todo si la meta personal consiste en formar parte de la suntuosa familia. De ahí que hayan proliferado, aquí y allá, incluso en los sitios más inesperados, los periodistas que seleccionaban con tacto su escandalosa información, que misteriosamente no hacía ruido a la hora de la edición final.

Por ejemplo, durante el movimiento de 1968 la prensa mexicana guardó un pavoroso silencio ante el asesinato masivo que el gobierno cometía con cientos de indefensos y aturdidos estudiantes. Los periodistas, los más, temerosos de caer en la mano dura del presidencialismo, se entregaron a informar con vergonzosa parcialidad. Varios de ellos, entre los que se cuenta el pulcro escritor hidalguense Ricardo Garibay (1923-1999), que lo confiesa (¿cínicamente?, ¿honestamente?) en uno de sus libros, recibieron, con horrorosa puntualidad, un pago mensual —¡diez mil pesos de aquellos sesenta del siglo XX!— de la máxima oficina gubernamental por su cauto y prudente sigilo informativo.

Hay otros que, aparentando una solvente fuerza moral, cobran sus bolsas económicas en los respectivos departamentos de gobierno para poder dosificar, con empeñoso temperamento crítico, sus influyentes textos cotidianos. Los hay quienes, siguiendo el modelo del argentino mexicanizado Carlos Denegri (1910-1970), vapulean o exaltan de acuerdo a las monedas recibidas. Hay quienes, después de aparecer en la televisión y ser hijos obedientes de las premisas oficiales, en la radio se convierten, ahora sí, por un aliento súbito de inspiración divina, ya sin la multitudinaria recepción que les ofrecía la pantalla casera, en desmesurados críticos del gobierno.

Sin embargo existen otros que, vaya uno a saber cómo o qué glosa acarrean en su discurso mareador, luego de ser, como vulgarmente se dice, más papistas que el papa, se convierten en feroces críticos de la maquinaria papal. Así los vemos incomodando, o tratando de incomodar, con sus programas televisivos a la clase política, pero jamás se comprometen, jamás sueltan un nocaut que pueda afectarles dañinamente su sólida vida social. Incomodan cuando quieren incomodar, y se solazan, y se enorgullecen, con el juego que les ha tocado graciosamente jugar. Y están, por supuesto, los intermediarios, aquellos que son críticos para el público pero inofensivos para los gobernantes.

Y hay quienes se empeñan en querer ser incómodos sin realmente serlo. Quieren ser críticos, pero resultan ser unos majaderos, insultantes e intolerantes. Porque la incomodidad no se construye, sino se trae adentro: los hermanos Flores Magón, en los tiempos de la Revolución Mexicana, no se ufanaban de ser incómodos para el gobierno: simplemente lo eran. Aun sin pretender ser unos incómodos (vaya, ni pensaban en ello) lo eran porque, antes que ofrecer sus convicciones en la mesa de las ofertas, valoraban razonadamente sus ideas en todas las discusiones habidas.

2. Es más, no debiera, dado que es una fuente natural de su oficio, polemizarse el carácter de la incomodidad del periodista. Porque si se van a reportar las gracias y las gracejadas de la clase política, la prensa entonces dejaría de ser lo que es para convertirse en una instancia oficial, en una dependencia institucional, en un boletín privado de los políticos, en una extensión de los mandatos unilateralistas y unívocos del sin duda autoritario gobierno.

Debiera ser, incluso, una lustrosa redundancia eso de decir “periodista incómodo”, ya que, siendo periodista, se entendería que, por antonomasia, ya lo es –eso de ser incómodo–. Pero las simulaciones, en este medio habituado a la doble careta, son perfectas, al grado de que, luego, las famas funcionan al revés en la pasarela periodística: los complacientes se arrebatan los prestigios de críticos y los cómodos debaten entre sí para saber cuál de ellos es el que más gozosamente incomoda a la clase política, esa misma a la que aspiran un día, si no es que ya fueron admitidos, ser parte de su acaudalado núcleo.

*Periodista y editor cultural.

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