Nacional

Juicio cíclico

Por domingo 28 de noviembre de 2010 Sin Comentarios

Por Iván Escoto Mora*

(En apoyo a Sakineh Ashtiani. Deseando un día llegue la paz y con ella, el respeto entre los hombres)

Aquí lo tienes “mein Enkel”, éste es el lugar donde de­cenas, cientos, miles, millones por desgracia, hom­bres, mujeres y niños, fueron exterminados bajo los mecanismos del horror. Su dignidad se redujo a cenizas por pensar distinto, por creer diferente, por ser opuestos al este­reotipo de un régimen.

-¿Y por qué me traes aquí abuelo si este lugar representa tanto dolor?

-Porque quiero que sepas lo que nuestro pueblo ha sufrido, porque no quiero que olvides. Nunca olvides de dónde vienes. Valora el peso de nuestro pasado, no permitas que el tiempo lo borre. Bien, ahora vámonos, debo descansar, mañana dicto una sentencia importante.

Hassan Ahmad como todas las mañanas trotaba para ejercitarse por la calle “Rosen”. A esa hora es­taba sola, sin embargo, una luz se asomaba en la panadería.

El señor Schmittinger -Max para los amigos-, se dispuso abrir su local antes que los em­pleados llegaran. Decía con frecuencia que el éxito era para quien lo buscaba en el alba.

Comenzó su rutina. Lim­pió el mostrador, despejó las mesas y finalmente se dirigió al mueble que alo­jaba los trastos utilizados en la elaboración de las trenzas -especialidad de la casa-, ampliamente conocidas en la comu­nidad.

Aquellos instru­mentos, contrario a la voluntad de Max –de estatura más bien baja-, eran colocados por sus emplea­dos, a manera de broma, en la repisa más alta de un mueble en la amplia cocina, pulcra, con gran ventanal de vista a la calle.

Schmittinger usaba una antigua escalera comprada por su padre -fundador del establecimiento- para menesteres como aquél, en que víctima del ánimo burlón de sus trabajadores, tenía que hacer esfuerzos dobles parado en puntas sobre el último peldaño para alcanzar sus herramientas.

Aquella mañana el juego se tornó trágico, la apolillada escalera se venció haciendo caer estrepitosamente a Max. El suelo recibió su nuca con un golpe seco. El mueble cayó sobre su cuerpo, un afilado cuchillo sobre su ojo. Vaciado el aire de su pecho, se asfixió el último día del famoso panadero.

Hassan pasaba frente al ventanal del señor Schmittiger. Sin pensar corrió en su auxilio pero no logró ayudarle. Con­templó en silencio un aliento que expiraba. Quedó absorto. No se dio cuenta cuando entraron Eva y Reiner, empleados de Max. Lo despertaron con un grito: -¡No se mueva! – pronun­ciaron desaforados.

Eva llamó a la policía. Acusaron a Hassan de asesinato.

Los oficiales sometieron al joven de un cachazo, lo derri­baron, lo registraron. En su posesión se hallaba una navaja de bolsillo -regalo de Ipek, su madre-, inofensivo artefacto en manos de cualquiera, en Ahmad -pensaron los gendarmes-, un arma homicida.

Hassan fue llevado de inmediato a la Comisaría. La suma de acontecimientos hacía evidente lo ocurrido. Indocumenta­do, en un barrio rico, aprovechando la furtiva mañana, tenía que ser un delincuente. Las pruebas eran pruebas categóri­cas.

El asunto, magnificado por la prensa, ya había sido resuel­to en la opinión general. La causa cayó en la jurisdic­ción del magistrado Lothar Kaufman quien, ante el escánda­lo, de inmediato sen­tenció.

La pena impuesta a Hassan Ahmud por el delito de homicidio con todas las agravantes fue la más severa posible. El joven pasaría el resto de sus días en una maz­morra. Cinco vidas serían necesarias para que lograra cumplir su condena.

Al terminar la audiencia el juzgador no dio entrevis­tas, tenía un compromiso, ce­naría en un lujoso restaurante con su familia.

En la sobremesa el Magistra­do era interrogado por su hijo. El togado en pose docta explicaba que el caso era típico: “los inmi­grantes invaden el país con su cul­tura y sus creencias inadaptadas, la única forma de impedir desgracias, es confinando a esa gente”.

El viejo habló largo tiempo, su discurso era duro, infalible, encen­dido. Mientras pronunciaba aquellas palabras, su nieto comía en silencio sin lograr com­prender, luego dejo la mesa. Nadie se percató. Seguían discu­tiendo su padre y su abuelo.

Tomó asiento en el jardín al fondo del restaurante. Sacó de su bolsa un pequeño libro, era de su clase de español. En él una cita decía: “Raza judía, carne de dolores/ raza judía, río de amargura:/ como los cielos y la tierra, dura/ y crece aún tu selva de clamores”. El texto lo había escrito Gabriela Mistral, poeta chilena de quien el profesor les había hablado en clase. Los versos continuaban: “Nunca han dejado orearse tus heri­das;/ nunca han dejado que a sombrear te tiendas,/ para es­trujar y renovar tu venda,/ más que ninguna rosa enrojecida”. El niño imaginó al mundo como un largo lazo ensangrentado. El mundo como venda que ha perdido todo rastro de blancu­ra. Entendió entonces, que era imposible entender.

*Lic. en derecho, Lic. en filosofìa UNAM.

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