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Figuras del lenguaje: levedad en lo concreto

Por domingo 31 de octubre de 2010 Sin Comentarios

Por Iván Escoto Mora*

El Diccionario de la Real Academia de la Len­gua Española ha definido la “levedad” como ligereza e inconstancia. Frente a estas cate­gorías, la literatura, la filosofía y el lenguaje popu­lar, dotan de otras contexturas su contenido. El sus­tantivo se verbaliza para volverse facultad, acción demoledora de la solidez incomprensible, alquimia de esencias que transforma en éter la piedra para volverla permeable, transmisible.

En la indefinición corpórea, la levedad se extien­de sin mesura. Inundada en su influjo, la mirada se rompe en átomos incontenibles: posibilidad que palpa lo total inabarcable.

Descargo de pesos, de transes, de traumas, la ligereza es olvido, pero también es memoria cons­tituyente, soltar amarras para adoptar nuevas pers­pectivas y luego volver a lo único, a lo existente, a lo real: experiencia vivida.

En La insoportable levedad del ser, Milan Kun­dera escribe: “La carga más pesada es por tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será”. Plantea el escritor checo la problemática de la finitud, la absurda brevedad de la existencia frente a la suma total del tiempo que a nadie perte­nece y sobrepasa inconmovible las expectativas del ser.

Dado el infinitesimal espacio de nuestra materia corpórea y la caducidad de sus formas, parece absurdo tomar dema­siado enserio un mundo que, en el individuo, está condena­do por la fugacidad que se extingue y reaparece en múltiples modos, límites, circunstancias.

Si el cambio es la constante de lo real –explica Kundera– nuestras vidas pueden apreciarse, en el telón de la existencia, en su maravillosa levedad. La tesis apunta a la locura de las obsesiones, insostenibles en un plano por naturaleza “imper­manente”.

Ligereza es atisbo, apreciación posible en la dispersión. El movimiento de las órbitas atómicas configura una nube ape­nas predecible, en su danza, sin embargo, se teje el universo. La misma condición se halla en el lenguaje: cose en palabras las imágenes del mundo, las une en representaciones, capta las figuras bajo nombres constituyentes de realidad.

Sonido sumado a letra, letra vuelta palabra, palabra cons­truyendo formas. Figuras que proyecta el pensamiento, pre­sentación del mundo ante la mirada, reconstrucción de la rea­lidad. El lenguaje se nutre de levedad, vaguedad de sentido en signos y palabras que solidifican lo existente, lo vuelven representable, aún en el plano de lo fantástico. En la impre­cisión de nuestras representaciones, el lenguaje articula al mundo dentro del pensamiento, boceta en sesgos la única realidad posible.

Unas cuantas palabras son suficientes para retratar la exis­tencia. El lenguaje no es fotografía sino reflejo de sombras aproximadas, el ejemplo: la poesía. En sus formas libres, en sus versos medidos, en su andar de prosa: es fluir de imagen, es cambio, es construcción. En la indeterminación, determi­na; en la “incompetud”, completa.

La narrativa no es ajena a la facultad de concentración en el lenguaje de la levedad, Pedro Páramo es muestra de ello. El hijo promete a la madre postrada, llegar a Comala, buscar a su padre, reclamarle lo que debe. Surgen preguntas en el terreno de la creación literaria: ¿Cómo hablar de un pueblo muerto, extinguido por la ausencia?, ¿cómo dibujar lo que de­vino en nada?

Juan Rulfo se apropia del leguaje casi inacabado del ha­bla popular y, en su brevedad, explota la música, la poesía, la imagen. En lo difuso dibuja lo irrepresentable: “Y aunque no había niños jugando, ni palomas ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente silencio, era porque aun no estaba acostumbrado al silencio, tal vez por­que mi cabeza venía llena de ruidos y de voces”.

En medio de una soledad que por absoluta resulta indefi­nible, huérfano, sin tierra, sin pasado ni futuro, heredero del naufragio en la existencia, Juan Preciado recuerda las palabras de su madre, figuras evanescentes entre cortinas de humo: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz”.

La levedad del lenguaje es ontológica en tanto capta la unidad en la diversidad, configura lo múltiple en imágenes definibles, nombres que apuntan al mundo. Porque es liviano, el lenguaje no requiere llamar a cada cosa y cada uno de sus componentes, simplemente los refiere con signos difusos en su construcción, pero concretos en su aprehensión eidética.

El lenguaje adquiere sentido en uso, en la aplicación con­creta dentro de un marco contextual. La levedad es posibili­dad de sustraerse de todo y referir a todo: apuntar a un espa­cio determinado que se define en la porosidad.

Italo Calvino señala en Seis propuestas para el próximo milenio: el lenguaje es como “el ágil salto del poeta filósofo que se alza sobre la pesantez del mundo”. Sobre la pesantez, las palabras capturan la silueta de formas, signos y sentidos; hacen posible representar lo físicamente inabarcable, como aquello que siendo “infinito”, logra atisbarse en la suma de unas cuantas letras, símbolos que conforman la palabra, nombres que vuelven navegables las honduras, incluso aque­llas que parecen escaparse a toda posibilidad.

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*Lic. en derecho, Lic. en filosofìa UNAM.

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