Nacional

Un narrador de Caborca, Sonora Luis Álvarez Beltrán

Por domingo 31 de octubre de 2010 Sin Comentarios

Por Mario Arturo Ramos*

En el verano pasado en la Heróica Caborca, llovió fuego, los dominios de la Misión de la Purísima Concepción -1692- se borraban ante la embestida calurosa. Una tarde de esas que no se olvidan, el ingeniero Jesús Rascón me guió al negocio del narrador, Luis Álvarez Beltrán; en el transcurrir por las calles comentó sobre los pobladores de la región: pimas altos, o´tahem, pápagos, integrantes de nacio­nes indias a las que dirigió su tarea evangelizadora, Eusebio Francisco Kino, en el siglo XVII. Entre el polvo y las palabras del “Prieto” -así le decimos sus amigos al que no tiene nada de prieto-, recordé un fragmento de la novela, “Tiempo de la uva”, del autor que íbamos a visitar: “Las tardes heladas del otoño postrero describían el presagio de un invierno que po­día traer, lo peor esa crudeza fría del desierto de la Pimería Alta que no podía advertir del todo el Padre Negro, el misio­nero, el civilizador, pues nadie había hecho registro de aquel suelo. En el calendario romano y en el diario de Francisco Eusebio Kino, el jesuita, corría el mes de diciembre de 1692, sus escaramuzas en los últimos confines de la cristiandad no lo convertían ipso facto en experto en climas ni lo libraban de adversidades, pero su caballo andaba, enmarcando su figura inmortal que señalaba el curso: Las tierras de El Gran Soba, cacique pima que encabezaba a la comunidad del Cerro Prie­to, Caborca, en las márgenes de aquel río que bajaba desde la sierras del noroeste”.

Al llegar al videoclub encontré a un escritor que nació en 1972, en la Heróica, la que en 1790 cambió de domicilio y se ubicó al margen delr ío Asunción, la misma que en 1857 fue el lugar donde pápagos y pobladores mestizos derrotaron a los filibusteros gringos, comandados por Henry A. Crabb que inva­dieron a México -fecha gloriosa para la Patria- un creador que se gana el pan rentando y vendiendo películas, que vive para escribir como eterno signo de su destino tejido en Caborca, la que vio nacer el 12 de marzo de 1937 al poeta Abigael Bohór­quez. En los comentarios con Luis, le expresé el amor que me brota por Tijuana, y de su publicación en 2002 del volumen de cuentos producto de su oficio de narrador: “Tijuaneados” y, desde luego que Rascón hizo de mi conocimiento sus co­laboraciones en las revistas Existir, Vereda, ExpresoArte y, en el periódico El Sol de Tijuana. Con una sonrisa franca, de esas que tienen los hombres del desierto, el egresado de la licen­ciatura en Economía y Finanzas de la UABC (1992-1996) con raíces nayarita y sinaloense , explicó que los temas esenciales que lo motivan son las historias de la cultura local y el entorno social para expresarlos como en “La acequia honda y otros relatos”, título de un libro de su autoría y que define como: ”13 cuentos -publicados en 2008- que retratan aspectos diversos libres y aventurados de la microcultura local, donde el rasgo y la esencia latinoamericana lo hermana con cualquier texto) colombiano, chileno, argentino, centroamericano y sinaloen­se”. Obra de la que transcribimos un fragmento:

“Ya desde los primeros años de la Misión de la Purísima Concepción del Caborca, algunos sacerdotes jesuitas adver­tían a los superiores de la orden misional, que la capilla estaba peligrosamente cerca del cauce del Río Asunción; no obstante cien años después. Los franciscanos erigieron, en sus mismos linderos, pero recorrido del poblado del pie del Cerro Prieto al Pueblo Viejo, un gran templo, con estilo barroco, dedica­do a Dios Cristo, durante el intercambio de los siglos XVIII y XIX. Cuando la hermosa iglesia tuvo su misa de dedicación, en 1809, en otras latitudes, en el corazón de la Nueva España, centro del territorio mexicano, los conspiradores de Queré­taro ya fraguaban las bases de la lucha por la independencia; pero Caborca o región del Gran Soba, o Pimería Alta, nunca conquistada ni con fuego o hierro, era un lejano y remoto con­vivio de indígenas pápagos y mestizos labradores originarios del desierto que luchaban por vencer el inclemente y terminar por adaptarse al hábitat”. Equipatas, “La acequia honda”.

La narrativa fue el hilo conductor de la plática que desde luego tocó la tarea de encontrar lectores, ya que cada vez exis­ten menos y por otra parte el impulso vital que recibe el creador al comunicar sus experiencias literarias, circunstancia que obli­ga a Luis a una nueva dinámica participando junto al “Prieto” en un club de lectores en su lugar de origen. Con las desérticas horas nocturnas pegándose a la piel, conté que el escritor jalis­ciense José López Portillo y Rojas, a quien se le atribuye el texto de la canción “La barca de Guaymas” escribió en su trabajo: “La novela y su alcance”. ¿Cuándo comenzó el desprendimiento de la novela, del fondo épico donde yació perdida durante incal­culable número de siglos? Nadie puede decirlo. Ni es lícito y los escasos resultados latinos que hasta nosotros han llegado, ha­yan sido los primeros ensayos de la humanidad en este género literario; porque, bien miradas las cosas, pueden ser conside­radas dentro de él, las mitologías inventadas por los pueblos politeístas, como tejido que fueron de fábulas y aventuras, ya grandiosas, ya pueriles, ya románticas, ya obscenas, donde anduvieron revueltos y juntos, dioses, semidioses y simples mortales.” Y que a este certero apunte sólo le agregaría que el estilo que me gusta en cuentos y novelas tiene que ver con el ritmo de la narración junto al lenguaje utilizado para despertar la imaginación del lector. Agregué que los cuento breves, llenos de ingenio, de economía del lenguaje y significado están en mi catálogo de lecturas.

El autobús me esperaba para viajar, por eso creí oportu­no opinar como despedida que desde hace muchos libros, coincido con Sergio Fernández en su estudio. ¿A dónde va la novela por estos caminos?, ¿en México, si se mira por ella, un país con futuro sin futuro, o de un futuro absolutamente desdeñable en lo político, de ridícula copia en lo social, con una ética añeja, rota por imi­taciones del vecino, amén de una moral religiosa y de una absoluta falta de sinceridad en el comportamiento individual? Todo parece indicar que el gran paisaje ontológico que mues­tra la novela de hoy en día es un rompecabezas que exhibe sin reservas lo inapresable de un país en todos los órdenes, en todos los niveles, trasunto de la esplendida tesis del “rea­lismo mágico” que (Alejo) Car­pentier atribuye a los pueblos hispánicos, no sé que tanto en vías de desarrollo. “El narrador dijo como adiós: “El tiempo de la uva” es una versión ficticia de la evolución de Caborca. La perla del desierto en la segun­da mitad del siglo XX, a través de la vida de tres familias con­vergentes, cuyos miembros retratan el espectro amplio del espíritu y la condición humana y es una propuesta que trata de seguir la tradición narrati­va latinoamericana”. Llegué a la terminal, faltaban pocos minutos para abordar la nave terrestre que me conduciría a “Tijuas”, en la espera, Jesús afirmó, “qué bueno que en mi tierra junto al esfuerzo agríco­la, la perseverancia ganadera, la prisa del emigrante, la tena­cidad del ciudadano común, existan seres que escriban”. Asentí con un movimiento de cabeza, agradeciéndole ser el conducto para conocer a un narrador de Caborca, de esos que plasman las microhistoria, que son tan necesarias para conocernos mejor.

*Autor e investigador

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