Estatal

Crónica de un robo

Por domingo 13 de junio de 2010 Sin Comentarios

Por Faustino López Osuna*

En Aguacaliente de Gárate, mi pueblo concordense, hasta 2005, miembros de la familia Motta se congre­gaban anualmente los últimos días de enero, en vís­peras del día de la Candelaria, venerada en la iglesia que en 1855 le construyó Juan José Gárate. Me pedían rentada la casa para su evento, al que acudían parientes desparramados en el extranjero o en el interior del país. Pero yo se las facilitaba amistosa y gratuitamente.

Familia honorable, los Motta. A sus reuniones asistían úni­camente miembros consanguíneos, quienes sufragaban sus gastos. Nunca hubo ningún problema ni daños en la propie­dad.

Pero en 2005 cambiaron las cosas. En esa ocasión, la fiesta tuvo el atractivo de contar entre sus asistentes con Ana Bár­bara, potosina, de la familia Motta por parte de su madre, a quien desde niña acompañó en sus prolongadas visitas al te­rruño. En el pueblo se corrió la voz de la presencia de la popu­lar artista y muchos se quedaron con las ganas de disfrutar de su actuación.

Coincidió que un tío de ella me pidió la casa para festejarse ahí su cumpleaños al día siguiente, aprovechando, dijo, que ya estaban instaladas las carpas y se contaba con sillas y hie­leras en el patio. No tuve objeción. Pero esta vez, la fiesta no era privada y acudió todo mundo, sobre todo para escuchar a Ana Bárbara acompañada por la banda de música local. Y, claro, se colaron ladrones que no dieron el golpe ese día. Úni­camente husmearon por todos los rincones y, aprovechando que la casa permanecía sola salvo los fines de semana, les fue fácil dar el golpe días después de la reunión familiar.

Cuando hice el recuento de los daños, encontré, entre un reguero de papeles por el piso, que hurtaron lo único que ha­bía de valor material: una computadora, de la que me pesó que se llevaran el disco duro con mis archivos; un equipo de sonido y todos los discos compactos que había reunido hasta entonces, desapareciendo algunos irrecuperables, por estar descatalogados, que contenían mis canciones, como el con­memorativo de los 50 años de la Banda El Recodo, que con­tenía mi corrido a La Tambora Sinaloene, y la grabación de El Cosalteco, por Alberto Vázquez, con Banda.

Y, lo insólito: de uno de los dos libreros que tengo, se lleva­ron los volúmenes de la poesía completa de Enrique González Martínez, editados espléndidamente por El Colegio Nacional. Este hecho me dejó perplejo. Hasta hoy no me explico por qué le atrajo a un ladrón de rancho la poesía panteísta de este in­menso poeta, jalisciense de origen, cuya obra, de gran alien­to, fue fruto de su estancia en Sinaloa.

Cuando intenté volverla a comprar, la edición estaba ago­tada. Hace poco, un sobrino, Omar Valero López, me dio la agradable sorpresa de adquirirla y obsequiármela, dándole de nuevo su luz a la pequeña biblioteca personal, en la casa que fue de mis padres, en mi comunidad.

Tal vez por pena, ya no me volvieron a solicita la casa, de la familia Motta.

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