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Culiacán, en las alas del corcel Para mi amigo Ulises Cisneros

Por martes 31 de octubre de 2017 Sin Comentarios

Por: GILBERTO J. LÓPEZ ALANÍS

Culiacán, emerge como villa mestiza tres meses antes de la aparición de la virgen de Guadalupe, así que el 29 de septiembre de 1531, la flamígera espada del Arcángel San Miguel alumbró la confluencia de los ríos Oraba y Batacudea, hoy Humaya y Tamazula, otorgándole a Nuño Beltrán de Guzmán la gracia de una fundación histórica; después la villa hoy ciudad, ha disfrutado y sufrido las vicisitudes de una mujer atractiva, tal como la retrató el poeta Chuy Andrade.

Cuidada con esmero desde su nacimiento, su niñez estuvo llena de acechanzas y muchas veces en peligro de ser raptada por los combatientes indígenas de la “guerra incesante”, hasta que sus parientes del virreinato la ayudaron ampliando su patio y su cerca.

Le conquistaron pueblos y rancherías, le extendieron sus límites hacia todos los confines y en su casona de muros medievales la visitaron religiosos de varias órdenes; aventureros alucinados por sus míticos símbolos; burócratas virreinales de origen borbónico que enloquecidos de poder, terminaron en desvaríos; léperos que la quisieron desposar; hombres de trabajo que dieron todo por ella y príncipes que rondaron su alcoba en las tibias noches de octubre, los que asombrados por su fuero interior, huyeron furtivos para hacerse viejos en otros lugares o quizás morir pensando en ella. La ciudad adquirió prestancia, se hizo deseada, pero sus ardores eran tan fuertes que muchas veces quedó pasmada y reventada en sí misma.

Bayona y Cádiz le extendieron un pase a la liberalidad y desde los pronunciamientos Hidalguinos, en el primer periódico insurgente, El Despertador Americano editado en la imprenta de su ciudad hermana, Guadalajara, por artífices sinaloenses, Petra Manjarrez y Fructo Romero, el púlpito de la añosa y única parroquia, se cimbró ante la feroz andanada de excomuniones obispales que celosamente resguarda su archivo diocesano.

Su lejano guardián Alejo García Conde, que en los tiempos de su intendencia esplendorosa ejecutaba las composiciones de tierras realengas de la provincia, actuando como cancerbero de Fernando VII, la visitó de gala para el Te Deum de la Independencia en 1821, a pesar de la oposición del cascarrabias de Fray Bernardo del Espíritu Santo, el que no quiso renunciar a las prebendas y privilegios de su jerarquía, condenando la soberanía popular, con la cual alcanzamos la categoría de nación independiente, pregonando la otra soberanía, la del Altísimo, ante los hirientes y mordaces textos de El pensador Mexicano y su compadre El Payo del Rosario.

En el reparto político de la emergente nación mexicana surgida de la lucha por la Independencia, se le coronó como Capital del Estado Libre y Soberano de Sinaloa en 1831, y, desde entonces, Culiacán, es la más importante ciudadana de nuestra entidad. Volvió a ser deseada por los señores del oro, la plata, la tierra, el comercio y el ganado, contemporizó con la novedad de las columnas, escuadras y compases; garante de amistad con la masonería mundial, anidó en su imaginario constitucional nuevas formas de convivencia.

Al mismo tiempo le construyeron una casita para fabricar aquellas preciosas moneditas que viajaron a las subyugantes ciudades asiáticas, transportadas hasta las Filipinas en el bamboleo del Galeón de Manila, dejándole en cambio preciosas vestimentas, muebles relumbrosos, sofisticados perfumes y abanicos, con algo de bálsamos amorosos. El tintineo argentino de aquellas barras en pasta y los pesos dorados se oyeron bajando al río por el Callejón del Oro.

Tuvo su escudería liberal y el imperio de Maximiliano tocó a sus puertas infructuosamente. Antonio Rosales, el Zacatecano de los poemas y la estrategia envolvente la hizo invencible, ganándose los elogios del Presidente Juárez; Carlota se perdió la oportunidad de contemporizar con las damas culichis y las señoras De la Vega, Bátiz, Salmón y las Zazueta, ya no tuvieron opción de realeza verdadera.

Cuidada y barrida con celo por Francisco, el de la Bayona nayarita, soportó los atrevidos lances de Eraclio y Malverde; después, Porfirio el de los bigotes de plata y polvos blanqueadores en 1890, le mandó a Luis Felipe Molina, un estudiado galán que la cautivó, provocando que cambiara de ropa interior, y de los ruda verstimenta que había heredado en su criollismo; le dejó muy poco, la transformó, la hizo sofisticada y partícipe, de otras amistades que presumían de ricas, las cuales le exigieron que enseñara el tesoro de sus abuelos.

Se vistió bien, su casona alcanzó otros diseños; teatro, santuario, mercado, paseos, boulevares, cárcel, escuelas, altares, monumentos, palacio de gobierno, plazuelas, kioskos, y lo vital, el orgullo juvenil de contar con un Colegio liberal, signo de elegancia y modernidad, con sus gabinetes de Física y Química.

Departió de fiesta en fiesta y hasta le pusieron un trenecito para pasearse al puerto de Altata, el oropel de los negocios la mareó por muchos años, sin darse cuenta que la deseaban ardientes jóvenes de la sierra, el valle y el mar. Como muchas ciudades del Mar del Sur, sufrió epidemias, ante estas, las Juntas de Sanidad cumplieron con su tarea, Ponce de León, Paliza y Praslow fueron ensalzados como benefactores por sus heroicos esfuerzos.

No supo ni como, pero de repente un poco después de la apresurada visita del empresario vinatero Francisco I. Madero en 1910, la raptaron abruptamente; le horadaron las entrañas, le incendiaron sus capullos mecánicos de donde surgían oliendo a sudor y lágrimas, aquellas mezclillas y mantas; la miel de sus cañaverales corrió hacia el río en un acueducto que encontró otra utilidad.

Sus preciosas cúpulas cual rosetados pezones, se agrietaron por la fuerza de una contienda que la sacudió con violencia y placer; tres veces fue tomada por la fuerza y tres veces se rehízo en su ropaje, aceptando lo que pareció inevitable. Banderas e Iturbe la estrujaron, los zapatistas le robaron sus prendas íntimas llegando al insulto; Obregón al verla entera y desnuda la hizo suya, prometiéndole un futuro lleno de fiesta.

Con la melancolía vio los carruajes y vapores llenos de hijos y parientes, transidos en la imagen de la derrota, dejándole el dolor añejo del recuerdo y con los plebes que le quedaron se rehízo para transitar la etapa de una reconstrucción que la preparó para una transformación definitiva. De los sofisticados tacos dorados, las tostadas y el asado con colachi de calabacitas tiernas y las mestizas, pasó a la ruda carne asada, las machacas y la cecina.

Su familia porfirista se hizo revolucionaria, los ingenios azucareros florecieron con los renovados y conversos Redo y Almada. Para 1930 la crisis capitalista del 29 le había hecho los mandados, la ciudad era más rica; tuvo más hijos y bienes, sus corrales estaban llenos de vacas, bueyes, cerdos, chivos, yeguas, mulas, machos, burros y caballos; los nuevos galanes gringos ya le habían visto la figura y el rostro, iniciando así su aventura agropecuaria.

Añorando una canción bendijo al Negrumo cuando en 1935, le compuso “Culiacán, bella tierra de ensueño”, desde entonces los pertinaces bohemios de la ciudad, al embrujo de las ambarinas cantan a la ciudad de sus amores, al compás de solistas, dúos, tríos, conjuntos norteños incluso bandas de viento.

Por ahí andaba Pedro Infante con sus serenatas, inaugurando la llegada de la radio a Culiacán, tocando y cantando en la orquesta Estrella del Cachi Anaya, enamorado de la China León, la más autentica de las mujeres del ídolo del pueblo. La juventud triunfante de 1917, le construyó enormes aljibes para saciar su sed, la rodeó de agua agrícola, esa que la mantiene viva; actuante; fresca; llena de esperanzas; sus hijos a partir de entonces llegaron a sus casas, después de las jornadas en el surco, llenos de tomates, elotes, pepinos, calabacitas, berenjenas, frijol, sandias, lichys y naranjas; la miel de sus azúcares, impregnó la campiña desde Navolato y Costa Rica.

La modernidad se le vino encima, su centro histórico fue sometido a una cirugía mayor, el imperio de la ganancia, no encontró oposición culta, poco a poco los iconos de la ciudad del siglo XIX se vinieron abajo, el río recogió los escombros en finísima arena que se llevó hasta el mar.

La sacudida social de los sesentas a los ochentas la estremeció radicalmente, recordó añosas violencias, se vio en otros rostros, supo detectar los aviesos fines de las ideologías y soñó con aquellos que aún la quieren con honestidad.

En los años noventas del siglo XX, se atrevió a modernizar el curso de sus aguas dulces, sembró barriles de concreto en un cauce ideal del río Tamazula, escarbó en el lecho milenario para moderar las peligrosas inundaciones que la ahogaban, y se deshizo de corrales, huertas, chiqueros, lavaderos de autos,
veranos de pequeñas hortalizas y románticos remansos donde se disfrutaba el Sol tardero con sus dorados reflejos en la corriente que baja desde la sierra.

En un proyecto lleno de especulación y acaparamiento, que sin embargo le refresco el rostro. Cuando se aflojó el nudo del control del narcotráfico, aparecieron los poquiteros, esos que dieron vida a los buchones y una caterva de siniestros personaje que nos provocan nauseas con sus narco y alterados corridos.

Hoy Culiacán tiene nuevos enamorados, que trazan en sus preciosas grietas y calles mensajes de amor esperanzando; ella sabe que no le será fácil , sin embargo, persiste en su tradición de mujer hermosa por mantenerse por encima de los que la quieren vejar; para emerger triunfante en la perspectiva de ofrecerse plena y generosa al ciudadano.

* Archivo Histórico del Estado de Sinaloa

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