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El alcalde de Lagos

Por domingo 18 de septiembre de 2011 2 Comentarios

(Parte dos)

Por Alvaro Delgado*

El carácter surrealista del alcalde de Lagos, rico en disparates y extravagancias, ha cobrado fama en México y aun universal, aunque no necesariamente enorgullece a los nativos de ese municipio de los Altos de Jalisco, como se conoce a la región colindante con el Bajío guanajuatense y el sur de Aguascalientes.

El escritor Alfonso de Alba recogió en su libro El alcalde de Lagos y otras consejas varias estampas que han generado esa fama, como el “joyo juera” y la “Panadería de pan”, descritas la semana pasada.

También recogió otras varias consejas del alcalde, don Diego Romero: Cuando tomó agua bendita metiendo la cabeza en la pila, porque tenía sus manos ocupadas en sostener las insignias de su rango; declaró formalmente muerto a un cadáver que tres veces ignoró sus exhortaciones; para escoger a su sucesor en el mando político organizó una carrera de vecinos, pero ganó un burro que se espantó con el estruendo, y ante la imposibilidad de que cesara una tormenta decretó que siguiera lloviendo.

Sin embargo, estos despropósitos del alcalde se le atribuyen también a toda la comunidad de Lagos de Moreno, aunque el propio Alfonso de Alba incorpora a su libro una caracterología de los laguenses muy distinta a las de las consejas, inspiradas –como él mismo acredita– por la envidia de los vecinos de León, Guanajuato, y San Juan de los Lagos, Jalisco.

Por ejemplo, sitiado con su familia y sus tropas en el fuerte de El Sombrero, el insurgente Pedro Moreno prefirió “morir libre a sufrir una servidumbre que no conocería límites”; cuando le preguntaron al presidente Benito Juárez qué le agradó más de Lagos, respondió: “Que nadie me pidió nada”, el obispo laguense Juan Cayetano Portugal, al recibir la diócesis de Michoacán, le ofrecieron un báculo de oro y otro de plata.

Las consejas son, no obstante, gozosas. Enseguida otras tres de la pluma de Alfonso de Alba:

LA CUERDA Y OTROS DEFECTOS

Cuando se terminó la construcción de la parroquia, en cantera rosa, no faltó quien pusiera reparos a la obra. El primero en hacerlo fue el lugarteniente del cura quien, al decir la misa de ocho, se molestaba por unos rayos de sol que caían directamente al misal cuando leía el Evangelio. Expresarlo públicamente fue suficiente para que unas beatas se pasaran toda la mañana intentando sacar el sol en chiquihuites.

Apareció otra deficiencia que daba al traste con la belleza de la cúpula en la cual, según tradición, se usó leche en vez de agua para hacer la mezcla: Una cuerda había quedado colgando de la linternilla. Como ya no quedaba un solo andamio el problema parecía irremediable. Entonces habló resuelto un vecino de La Otra Banda:

–Ya que ustedes no pueden, yo me comprometo a quitar la soga.

Y ante el asombro de todos, empezó a subir por la propia cuerda. Los presentes ni pestañeaban siguiendo su hábil ascensión. Cuando hubo llegado hasta la argolla que sostenía la cuerda, extrajo del cinto un cuchillo y gritó:

–¿Desde dónde la corto?
–Nadie atinaba a decir palabra y sólo un eco de la pregunta aún vibraba bajo las bóvedas.
–¡Pegadito! –gritó algún impaciente.
Y tras del tajo del cuchillo, se comprobó que también en Lagos regía la ley de la gravitación universal…

A EMPUJAR

El sol dentro de la parroquia seguía siendo un problema; por otra parte, atrás del templo quedaba un espacio muy amplio y mejor orientado para el mayor lucimiento del mismo.

Al fin se tomó el acuerdo de citar a todo el vecindario –hombres, mujeres, niños—una madrugada, a fin de empujarlo. Hacía un frío que penetraba hasta la médula. Y todos los que iban llegando venían envueltos en jorongos. Quien esta maniobra dirigía y – odemos suponer fue el alcalde– dio la orden de que todos los hombres dejaran en hilera las cobijas y los sombreros. A una señal convenida, todos, con entusiasta acopio de fuerza, empezaron a empujar la mole de cantera.

Podemos suponer las energías y el tiempo gastado en tan inútil empresa. El sol ya había colaborado a reforzar el sudor de todos cuando alguno, impaciente por el blando esfuerzo, se atrevío a mirar hacia las cobijas. Al extender la vista a sus espaldas no distinguió una sola. Sin más dio la voz de alarma.

–¡Epa! ¡Aguárdense! Ya es mucho lo que empujamos. ¡Ni siquiera una cobija se divisa!

En efecto, no quedaba ninguna. Un listo, de los que nunca faltan en las grandes empresas populares –desde las Cruzadas hasta nuestros días– había aprovechado ese tiempo llevándose tan cálido cargamento.

EL NOPAL Y EL BUEY

Con los años, otro defecto apareció en la parroquia: Un nopal que crecía desafiante en la cornisa del primer cuerpo de la torre derecha. Otra vez se reunieron los vecinos y hubo serias deliberaciones tendientes a encontrar la manera de cortarlo. Y también, después de pensar en el pro y el contra de las más peregrinas proposiciones, se acordó construir un gran andamio de madera que hiciera posible la subida de buey. Duraron algunos meses los carpinteros la mayoría de los carpinteros echando “faina” hasta que quedó sólidamente construido. El día señalado, aprovechando las secas, cuando el ganado se resiente por la falta de pastos, el animal traido desde la Mesa Redonda subió con gran dignidad y acabó con la imprudente cactácea.

Recuerdo cómo al ser contada esta conseja a una señora laguense, por un “pica-crestas” conductor del ferrocarril –en el camino de León a Lagos– le preguntó:

–¿Es cierto, señora, que esto pasó en Lagos?
Y ella sin aparentar ningún resentimiento, contestó:
–Es cierto. Y por más señas aquí traigo un retrato del buey.

Le alargó un espejito redondo de los que obsequiaban los fabricantes de cigarros “Gardenia Chorrito” que traía en su bolso. El curioso hombre del riel se miró en el azogue y luego se retiró con la cola entre las patas.

Don Agustín Rivera se indignaba al escuchar la conseja sobre el buey. En el folleto Reminiscencias del colegio cuenta de una riña en Guadalajara entre Librado Moreno, laguense, y Anastacio Gutiérrez “que por poco acaba con la muerte”. El móvil fue que el segundo dijo a Moreno que en Lagos habían tapado un hoyo abriendo otro y que habían hecho subir un buey a la torre para que se comiera un nopal que estaba allí. El doctor Rivera lanza este exabrupto: “Hay temporadas en que muchos bueyes desearían que todas las torres estuvieran pobladas de nopales…”

*Periodista.

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