Nacional

Cuentos para vivir en santa paz Trago amargo

Por domingo 19 de diciembre de 2010 Sin Comentarios

Por Miguel Ángel Avilés Castro*

El dolor le quedaba grande a esa casa de techo alto donde colgaban dos viejos candelabros que ahora más que nunca estaban que ni mandados hacer para la ocasión. Nadie hablaba. Nadie. Sólo se escuchaban de vez en cuando unos compungidos de la viuda. Lo único que rodeaba al féretro eran cuatros velas tenues y dos coronas que ya empezaban a marchitarse.

A Trinidad Chávez Bautista, necio hasta el cogote, le costaba trabajo entender que eso de las amedrentadas fuera cosa como para no tomarse en serio. Por más que le advirtieron no dejó de insistir en el asunto. Y es que además de terco, era resuelto el hombre, por eso su rostro cacarizo se endureció como el de un perro bravo, cuando aquella vez, en presencia de la gente, el dedo del Güero León le pegaba en su pecho y le pedía “por las buenas”, que no volviera a meterse en sus terrenos. Dos pares de ojos se vieron mutuamente, y a todos les quedó clarito que la suerte estaba echada.

La viuda se levantó del barrote que a manera de banca habían improvisado los allegados sobre unos tambos y caminó, como ausente, hasta ese ataúd azul metálico donde yacía el cuerpo de Trinidad bien tieso. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… el rezo de todas las fieles era para escucharse apenitas vénganos tu reino, hágase señor tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…. la viuda miraba incrédula los restos convertidos de repente en un cuerpo hinchado como sapo. Danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas… la muerte había tocado a la puerta por sorpresa cuando quiso parapetarse tras de esos sacos de maíz donde ahora se reunían varios hombres asombrerados quienes, al calor del tequila, hilvanaban con recuerdos la vida de Trinidad.

Trinidad salió de la cantina de don Chente a la hora que los perros duermen. Llevaba más de veinte años frecuentando ese lugar, el único que había en el pueblo. Ahí recalaban todos después de la labor para echarse el trago. Trinidad avanzó encogido y con las manos en la bolsa. En el trayecto sólo se encontró con Tomasito, ese haraposo alcohólico que agarró la cosa de la ebriedad al poco tiempo de que se le quemara su casa con toda su familia adentro.

La gente que rodeaba al féretro sabía bien la historia. Era una historia larga que la viuda nunca conoció o nunca quiso conocer. Entregada siempre a los quehaceres del hogar, desde su entendedera le quedaba claro que sobre lo que hacia Trinidad no había por qué pedir explicaciones. Por eso nada decía cuando Trinidad llegaba en la madrugada exigiéndole que le cumpliera como mujer. Tampoco lo increpó la vez que trajo a esos amigos y se encerraron en el cuarto durante algunas horas. Menos reparó la ocasión aquella en que, a decir de sus vecinos, Trinidad andaba por ahí metiéndose en camisa de once varas.

La noche de la advertencia Trinidad no llegó a su casa. Dobló por la calle de la botica y se perdió en la esquina, ahí en la parada de las trocas que todas las mañanas salen rumbo a la pizca. Por dos días no se dejó ver para nada y, al tercero, sólo volvió por un poco de ropa. Su esposa se la puso en una bolsa y sin chistar pero con una mueca nunca antes vista lo encaminó hasta la puerta y lo vio alejarse como era la costumbre cada vez que el salía a buscar lo del sustento.

Los hombres de sombrero, allá en el patio, se distraían contando las huellas de los impactos de las balas. Era el fin de una noche larga que ya le empezaba a dar paso al amanecer y a dos gallinas que disfrutaban de los granos de maíz regados en el suelo. Los presentes cuchicheaban los pormenores de la tragedia pero nadie se atrevía a pronunciar el nombre del culpable. Por lo pronto no quedaba más que el compromiso de acompañar a la viuda en ese trago amargo. Ya habría tiempo para indagar el por qué de esa sangre en las paredes de la casa, si a Trinidad lo habían hallado tirado en el patio, siete metros al poniente y abrazando en el suelo un agujerado saco de maíz.

Trinidad salió de aquella oscuridad y en su cara se dibujaba una sonrisa cuya razón únicamente la identificaba su mujer, la misma que ahora quizá ya doblaba sus cobijas dispuesta a empezar el ajetreo de siempre. Trinidad se acercaba a su casa con esos pasos largos que muchas veces le sirvieron para esquivarse las patadas de un enemigo ocasional en una riña de cantina. Por un momento sintió un escalofrío extraño que nada tenia que ver con el miedo provocado por esa inmensa soledad llanera que desde que se hizo hombre atravesaba a cualquier hora del día.

Una ruidosa camioneta gris se estacionó frente a la casa de Trinidad. Los hombres del lugar entendieron que la hora había llegado y, quitándose el sombrero, se acercaron a la ventana de la sala, ahí juntito donde Trinidad ya estaba todo tieso. La viuda dejó la silla y, persignándose, fue hasta el cajón y observó callada el rostro hinchado de Trinidad. Luego se replegó hacia la pared para que los de la funeraria hicieran su trabajo. El resto de las mujeres terciaban los ramos de flores y salían con ellos hasta la puerta.

El foco encendido que daba al porche era la señal de que, a esas horas en su casa ya había vida. Lo divisó desde una cuadra antes y empezó a silbar ligero. Otro escalofrío le caminó de los pies a la cabeza. Abrió el zaguán y antes de entrar a la vivienda se arrinconó junto a unos bultos para orinar. Fue en ese momento cuando alguien gritó su nombre: ¡¡¡Trinidad!!! . La entonación pudo ser de advertencia o de reclamo. Ya no lo supo. De repente comenzó la balacera. Trinidad fue el blanco del fuego que parecía venir de todas partes. Duró unos segundos de pié, y se sacudió como si estuviera recibiendo una descarga eléctrica. Todo su cuerpo se volvió una regadera de sangre y cayó entre los costales de maíz donde, suspiros antes, el impacto de las balas levantaba sin cesar unas silbantes nubecillas de polvo…

*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.

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