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Del inolvidable maestro Chicorima

Por domingo 25 de septiembre de 2011 Sin Comentarios

Por Faustino López Osuna*

De 1956 a 1959, cursé la secundaria, internado, en la Escuela de Enseñanzas Especiales No. 23, de Culiacán. Dentro del plan de estudios del sistema nacional de educación técnica del Instituto Politécnico Nacional, correspondía al nivel prevocacional.

Además de la secundaria, en el turno vespertino funcionaba una academia de comercio y administración para señoritas, en la planta alta del edificio de dos patios, ubicado en el cruce de las calles Rodolfo G. Robles y Rafael Buelna, al poniente de la ciudad. La prevocacional estaba equipada con instalaciones para torno eléctrico y talleres de carpintería, electricidad y herrería. Se buscaba que el estudiante dominara un oficio al egresar del plantel, que le permitiera incorporarse a la industria, como técnico medio. Desconozco si debido a la política educativa que se implantó a nivel nacional a partir del sexenio de Manuel Ávila Camacho, totalmente distinta y hasta en contra de la de Lázaro Cárdenas del Río que le dio vida al IPN, y se prolongó con Miguel Alemán Valdés y Adolfo Ruiz Cortines, el caso es que en la lista de materias curriculares, empezó a desalentarse la preparación como técnico medio y, de todos los talleres, considerados como “actividades no curriculares”, bastaba aprobar herrería y se acreditaba el certificado. Así que cursé el dichoso taller de herrería, el cual consistía en aprender a encender el horno o fogón, alimentarlo con paladas de carbón, utilizar pinzas para sostener las piezas de hierro fundido y dominar la habilidad manual para forjar, al menos, un asador. Algunos compañeros, con más destreza, hacían machetes, herraduras, aldabas y objetos más complicados. Pese a no cumplir con medidas de protección en las clases, como anteojos o viseras y guantes, nunca hubo algún accidente que lamentar.

Debido a la ingrata memoria, no recuerdo el nombre completo del maestro del taller, pero sí su extraño apellido, Chicorima, que más sonaba como si se tratara de un alias. Después de conocer apellidos mayos, entre El Fuerte y Ahome,  como Bagazuma, considero que de allá vino a dar a Culiacán. Era de casi dos metros de alto, corpulento, pues, moreno y, aunque viejo ya, conservaba una estampa imponente, como la gente de Tehueco o de San Miguel Zapotitlán. Y hacía maravillas con el hierro fundido, en el yunque. He de agregar aquí que, de niño, en Aguacaliente, me tocó vivir muy cerca de la fragua de mi tío abuelo Arcadio Hernández, llamado Cayo, pues mi padre, Eugenio, enseñado por el abuelo, del mismo nombre, también fue herrero. Recuerdo que hacía dagas con una empuñadura artística, de gran calidad artesanal, que luego le compraban para guardarlas como recuerdo. También aprendió a ponerle el grano, de plata, a las armas de fuego.

El haber crecido en ese ambiente, me sirvió, al menos, para, mediante un recurso nada salubre, saber  distinguir un trozo de hierro fundido de uno frío, cuando aquél se mete al agua en cuanto lo sacan del fuego, pues instantáneamente pierde el color rojo vivo, tornándose gris al sacarlo, crepitando, del líquido vaporoso. Ello me salvó de una segura quemadura, y me valió un diez de calificación del profesor Chicorima. No ubico bien a bien si fue mi padre o el tío Arcadio, quien me enseñó a cuidarme de un accidente de ese tipo, en la fragua del pueblo. Pero me grabé muy bien en la memoria cuando me dijeron: “Cuando vayas a recoger un fierro del montón, primero escúpelo”. Así lo hice, por instinto de conservación, cuando el profesor me ordenó llevarle aquel metal, que “chilló” al escupirlo. “Muy bien. Siempre hay que prevenir y ser muy abuzado, muchacho”, expresó el maestro Chicorima.

En tantos años que existió el internado y que cerró finalmente en 1962, no sé cuántos alumnos habrán caído en la trampa. Sin embargo, reconozco, cincuenta años después, que dicho maestro, como algunos otros a lo largo de la vida, al margen de libros y teorías deslumbrantes, me transmitieron cierta enseñanza elemental, imborrable, pese a la fatal erosión del tiempo. Su luz, como la de las estrellas muertas, todavía viaja iluminando, generosamente, los recuerdos.

*Economista y compositor.

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