Nacional

Las fabulaciones de Monsiváis

Por domingo 19 de septiembre de 2010 Sin Comentarios

Por Antonio Valenzuela Mizquez*

Carlos Monsiváis venía del México pro­fundo y marginal; donde la cotidianidad está marcada por esa tríade tercermun­dista de los jodidos: La pobreza, la ignorancia y la injusticia. Jamás se afrento de sus orígenes, pues nació un cuatro de marzo de 1938 en la Merced, uno de los barrios más bravos de este país. Y a pesar de ser un creador y vendedor de sus bri­llantes ideas y obras: (crónicas, ensayos, artículos, guiones, etc.) le daban un estatus para haber vivido en una colonia muy pipirisnáis o cuando menos en la Polanco, Roma o San Ángel como sus otros pares intelectuales más acomodaticios que Monsiváis, a las circunstancias corruptas de saborear sin pudor alguno el mediático chayote que se cultiva en los albañales de los periodistas vende planas.

El auténtico intelectual autor de “Días de guardar”, prefirió desde niño vivir en la colonia Portales, donde moró hasta los últimos días de su productiva existencia.

Cierto día de cuaresma, impulsado por la nesecidad de buscar orientación y corrección a unos textos míos, tomé ca­mino a la ciudad de México acompañado por Santiago Avilés, poeta de Navolato, en busca de la leyenda Carlos Monsiváis, quién diera nombre a mi generación 1990-1995 de licencia­dos en literatura y Lenguas Hispánicas de la UAS.

Una vez honrados por su nombre, nosotros, pobres in­cautos, íbamos en su búsqueda sin su domicilio, ni teléfono, ni correo electrónico, es decir a la buena de Dios, suerte esa en que suelen ampararse todos los ocurrentes, que de ellos, también están empedrados los infiernos.

Lo cierto es, que estando en el centro histórico capitalino, le preguntamos a un transeúnte en dónde podíamos abordar el metro a Portales. El interfecto al momento se percató de nuestro acento culichi. Preguntándonos de inmediato:

–¿Vienen ustedes de Sinaloa?
–Así es. -Respondimos-… De Culiacán
–Ya lo noté. De narcolandia. -Al fin periodista, Avilés, res­pondió al chilango:
–Sí aún con toda la nota roja con que nos denigra la de­lincuencia, somos inequívocamente de Culiacán. -Suspicaz, preguntó-
–¿A qué vienen al D.F.? – El chilango puso su larga uña del meñique sobre sus fosas nasales y sugerente preguntó:
– ¿Traen algo para vender? Santiago por su parte, rápidamente volvió a responder.
–¡Nooo. No! ¡No le hacemos al comercio organizado de nada! Buscamos al maestro Monsiváis.
–¡Que nacos! ¡Haberlo dicho antes hijos… Aquí mismo antes de la esquina, tomen el metro a Portales, y los dejará directamente en el mercado. Allí a quien le pregunten les dirá donde vive el maestro. Luego, haciéndose chistoso con lenguaraz sorna, añadió:
–¡El maestro es más conocido, que la longaniza de gato que se vende en Tepito!
–¡Guácala buey. -Respondí- Por tu dicho los chilangos tie­ne vísceras de acero… ¡Comen de todo! ¡Hasta prójimo en cuaresma!
–Es un decir. -Respondió- Pero aquí el hambre es canija… -y agresivo nos insulta:
–¡Cabrones nacos! ¡No mameen!

Bajamos en Portales y de inmediato nos pusimos en su mercado; nos abrimos paso entre el vocerío de sus vendedo­res y marchantes, mientras la policromía fragante de lirios, girasoles, alcatraces, claveles y siemprevivas, llenaban el am­biente de un colorido inusitado.

Y si Marco Polo preguntando llegó a China; no sé si inqui­riendo a la gente o siguiendo a un gato callejero, tal y como lo aconsejara un ocurrente portalense, fue como supimos por fin, arribar por calles de San Simón a Carlos Monsiváis, donde de inmediato nos brindó su atención diligente, tolerante, y no exenta de su buen humor, que siempre tuvo, y que al menor estímulo de sus interlocutores lo manifestaba.

–¡En verdad maestro! -Le dije-, –¡Usted es muy conocido y popular! -Y con estilo irónico con que se pintaba solo, le­vantó su dedo índice al cielo y sin pudor y liviandad, movió el índice de un lado a otro y expresó, –“Popular entre la tropa era Adelita…” -Al unísono los tres soltamos la carcajada. Para de inmediato señalarle: –sin duda maestro, como la chica del corrido la gente lo idolatra.
–Es más expresa Santiago. –Usted posee el carisma de Pe­dro Infante. -Con regocijo, responde parafraseando el bolero “El mar y el cielo” dice: –¡Entonces permítanme igualarme con el cielo!, ¡Háganmela buena carajos! -burlón y perspicaz, añade-, –Pero lo de Pedro con la Pavón y la Dorantes; con­migo, obviamente… ¡No se hubiera dado! -Luego con gesto burlón en su semblante, sentenció con humor y picardía:
–¡Sepan cuántos! Además de coroneles y generales… ¡Pre­sidentes de este país me han respetado! -Volvieron por las calles de San Simón a sonar y rebotar en el asfalto nuestras carcajadas. La ironía y el humor con Monsiváis, no viajaban en tortuga. Después del banquetazo irónico con que nos re cibió, en seguida Monsiváis, nos invitó a pasar a su domicilio, traspasamos el umbral de su modesta y sencilla casa, esa que habitó desde niño con su madre.

Allí, donde su progenitora le inculcó con religiosidad y ha­bilidad de un Pentecostés, leer el libro de los libros, la biblia y la Iliada, obra última que desde el arcaico hasta el clasismo griego, fue el paradigma de una biblia para el pueblo heléni­co de Sócrates, Herodoto, Eurípedes y Pericles, etc. Mas lo inaudito en Monsiváis, fue que dichas obras las sabia de me­moria.

Y aquel humilde hogar que ahora visitábamos era un re­cinto, repleto de libreros con anaqueles abarrotados de vo­lúmenes, espacio luminoso, enclavado en la Portales como una catedral del conocimiento, que tenía como sumo rector-honoris causa de muchas universidades a Carlos Monsiváis.

Nos invitó a pasar a su estudio, dejando a unos cuantos pasos atrás, la morada que habitó con su madre; llegamos al patio central donde comían y jugaban una buena camada de gatos; no vayan lectores a creer, que eran felinos de raza fina: angoras, persas o siameses; lo que vimos eran mininos de la calle, jodidos vagabundos del asfalto defeño, que con gran humanidad el escritor protegió. Enfermos y heridos curaba, dándoles su lechita o sus wiskas y sobre todo salvándoles la vida.

De pronto enternecido tomé un panchoncito de esos en mis brazos, acariciando con mis manos su fina pelam­bre, pregunté:
–¿Cómo se llama su gato? -Contundente, Monsiváis, res­pondió: –masiosare. -Sacado de onda vuelvo a preguntar:
–¿Por qué ese nombre maes­tro?, acaso se refiere usted, a la expresión “más si osare” de nues­tro himno? -Lúcido responde: –Sur­ge de un contexto patriotero de en­cuentro y pérdida. En estos tiempos apocalípticos, masiosare superando su felina falta de agradecimiento, volvió a estos lares gatunos donde instintivamente, sabe que cuenta con repecho y protección. –fervoroso, con­tinúa diciendo: –bueno como te digo… comúnmente los gatos y los humanos de estos tiempos, no suelen ser agrade­cidos, no poseen la fidelidad de los perros. Esa cualidad en los gatos literalmente ha­blando, es negación de la negación de la negación. Ah, pero desde los egipcios -rememora- son entrañablemente adora­bles. Baudelaire los define como “grandes esfinges alargadas en el fondo de las soledades”. Los gatos Misquez, -asegura- son imprescindibles en todos los hogares.
–¿Pero qué -pregunté a Monsiváis-, con el contexto pa­triotero de encuentro y pérdida de masiosare? -Evocador res­ponde:
–Lo encontré y recogí muy descuarrangado, de muerte, del arroyo de avenida Reforma. Era la estampa misma, maltrecha y herida de un sobreviviente de esas causas perdidas, que fueron tan combatidas en crueles batallas en las guerras de Reforma. -Luego el autor de Amor Perdido, en tonó compadecido, dijo:
–Aaay; pensé; bien puede ser este gato apachurrado la reencarnación de Lerdo de Tejada, Comonfort o el mismísimo Juárez, Es más, me dije; ¿no será la reencarnación de Guiller­mo Prieto, con toda y musa callejera? -Con tono irónico, con­tinuó-, –por eso lo cuidé con esmero y devoción de fanático de la Villa de Guadalupe, o con la pasión del verso laico y de­voto de Ledúc “El caramelo que mi boca chupe será el de tu boca Guadalupe”.

Más han de saberlo, que un día de tantos el felino de ma­rras, ya recuperado de su siniestro, desapareció de mi protec­torado -territorio cheyene- pródigo en apapachos y champús de ternura…

-Y mientras que lo escuchamos expectantes fabular ex­presa: –¿Que creen? Poco tiempo después a masiosare me lo topé ya autoabolido de mi protección… ni más ni menos que por Insurgentes! Iba muy orondo y fresco el gatuco bato, al lado de angorísima gatubela de abundante y fina pelambre, que agitaba al viento en su andar cadencioso.

Feliz de verlo le hago una carantoña de saludo. ¡Oh masio­sare! Vuelve su voluptuosa cabeza en brama hacia mí, arisco, sangrón y petulante. ¡No me lo van a creer… ¡Fingió el infeliz desdeñoso no conocerme! Me flageló con su desprecio. En su insurrecta brama lo vi despreciativo alejarse… Y creí a pie jun­tillas lo perdí…

Sin abatirme por tan minino desprecio con el viento de fronda sobre mí desdeñada frente, me seguí sobre Insurgentes cantando Amor perdido, -haciendo énfasis como María Luisa Lan­dín en aquello que dice: “No es necesario que cuando tú pases me digas adiós. No estoy herido y por mi madre (¡bohemios!) que no te aborrezco ni guardo rencor”.

Luego, socarrón, haciendo alusión a conocida letra, con firmeza expresa:
–”¡Y retiemble en su centro la tie­rra…!” Poco tiempo después -dice en­tusiasmado.
Masiosare volvió sin ningún ápice de disidencia hacia mí; es decir a mi -protectorado, con exaltado afecto restregó su cuerpo sobre mi pierna derecha y me dije: —pero qué es esto! ¡Nunca he comulgado con la derecha! Contimás he sido con­cubino de ella. ¡No faltaba más! Retírole la derecha contumaz y entregué toda mi izquierda al retorno de aquel hijo pródigo, que ya bien ubicado restregose agradecido en la pierna correc­ta.
-Sus gatos poseen nombres cé­lebres, -expresamos a Monsiváis.
–¿No cree que debería promover con Ebrard, la creación de una rotonda de gatos ilustres?

Por lo monumental que son –responde- expuestas ahora la incuria del tiempo y al vandalismo de vagos y políticos, re­sultan las rotondas ser menos dignas que las tumbas de ho­nor anónimas.

–No prometo a masiosare, ¡Digo…! Edificarle un monu­mento por avenida Reforma; pero si merece un sepulcro de honor. -Rápido pregunto: –¿anónimo? -añade. –No; con la in­cineración la tumba anónima es inviolable. Acuérdate cómo saquearon la tumba de Chaplin, para robarse su cadáver; y los ingleses la de Tutankamon -digo, para añadir-, nuestras tum­bas de tiro y pirámides prehispánicas, ¿cuántos años fueron pasto del saqueo extranjero?
–Habría que preguntarnos ¿donde quedó la cabeza de Vi­lla? La robaron. ¡Desde entonces la revolución no tuvo cabe­za!

*Ex-director de la Escuela de Artes y Oficios de la U.A.S.

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