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PEDRO Y CARLOS, DOS GRANDES AMIGOS

Por domingo 15 de marzo de 2020 Sin Comentarios

ENRIQUE HUBBARD URREA

Mucho se ha escrito acerca de Pedro Infante, pero poco se sabe de lo que voy a contarles. Aunque siempre dijo ser de Guamúchil, en realidad nació en Mazatlán y toda la familia era de El Rosario, mi pueblo natal. Muy explicable que él se sintiera de Guamúchil, pues fue allí donde creció y tomó consciencia de su origen.

El destino quiso que el padre de Pedro, Don Delfino, músico de profesión, tuviera una «tocada» en el puerto y durante esa estancia le tocó a Pedro nacer allá en el puerto.

En El Rosario, cursó hasta el tercero de primaria y luego la familia se mudó a Guamúchil, donde pasó sus años mozos y de donde se sentía originario. ¿Cómo sé todo esto? Mi padre fue su gran amigo y, en su carácter de Cronista de la Ciudad Asilo, se dio a la tarea de desentrañar evidencia de la vida de su amigo.

Con su inimitable estilo festivo, decía Don Carlos Hubbard Rojas que él tenía pruebas de dos hechos irrefutables: Que Pedro había cursado el tercer año de primaria en el viejo mineral, y que no era muy buen estudiante. Se refería Don Carlos a una boleta de calificaciones que desenterró de los archivos municipales. En aquellos años, mi papá era cercano amigo del hermano mayor de Pedro, Ángel, su contemporáneo, pero aquella amistad se puso a prueba cuando la familia Infante emigró a Guamúchil.

Años más tarde, cuando a mi papá lo nombraron jefe de la Oficina de Hacienda en Navolato, Sinaloa, procuró a su amigo Ángel y reanudaron su amistad.

Mi viejo, hábil guitarrista con un estilo propio muy atractivo, había formado un grupo de bohemios que se dedicaban a serenatear a las guapas chicas de la región. Enrique Sánchez Alonso contaba que eran muy diestros y que disfrutaron de mucho éxito en sus correrías serenateras. Su amigo Ángel, que no cantaba mal las rancheras, se les unió.

Sólo que Don Carlos no lograba librarse de la presencia e insistencia de un jovenzuelo, Pedro, quien deseaba integrarse al grupo.

A juicio de aquellos vagos (expresión usada por el “Negrumo”) Pedro estaba aún muy chavo y no encajaba en el grupo. Pero sin desalentarse el joven Pedro siguió acatarrando a mi padre pidiendo que lo admitieran y además que le enseñara a tocar la guitarra. Don Carlos se resistía presionado por los demás compañeros.

Al final mi papá se rindió y aceptó, únicamente, enseñarle a pulsar la lira, no a aceptarlo en el grupo. Pero el muchacho aprendió rápidamente y demostró además poseer una excelente voz de intérprete, tanto así que, al poco tiempo, ya era indispensable en las serenatas.

Los demás integrantes todavía se resistían a aceptar a aquel muchachito como miembro permanente, pero mi padre les hizo ver la ventaja que representaba su presencia: las muchachas lo seguían casi a ciegas y éstas nunca iban solas, siempre quedaba algo, o alguien, para los demás. Con eso bastó. Esa fue la base de una amistad que perduró por muchos años.

Cuando Pedro emigró a la capital, los contactos ya no fueron tan frecuentes, pero en cuanto despegó su carrera él mismo se encargó de buscar a mi padre, con el pretexto de que no tenía quién le llevara chorizo de El Rosario, famoso en toda la región. Allá iba cada dos meses mi papá, hielera en mano, a «surtir» la despensa de Pedro.

Así se consolidó una amistad fraternal que perduró hasta su muerte. ¿Que si me consta esto? ¡Claro! Fui testigo de ello a los siete años de edad.

En 1953, pasé por un padecimiento dental cuyo tratamiento sólo podía darse en la capital. Allá fuimos mi padre y yo a un consultorio por San Juan de Letrán y aprovechando ese viaje, me llevó el viejo a conocer a Pedro. Fuimos a la casa de sus padres, en Lindavista y ahí se tomó la foto que documenta el encuentro. La casa me parecía palaciega tal vez porque gozaba de un amplio jardín, para mi algo totalmente ajeno.

Mi recuerdo más vívido fue que él tenía una motocicleta enorme (por lo menos lo parecía a mi edad) y cuando curioseando por la casa penetré a la cochera y la descubrí. Mientras estaba admirando aquel aparato, apareció Pedro. Me preguntó si me quería subir, acepté, me subió y luego se fue y me dejó allí montado. Incapaz de bajarme por mí mismo y ya de plano en pánico, me puse a gritar hasta que reapareció, muerto de la risa, a bajarme. A él le hizo mucha gracia.

En aquella ocasión fui testigo de un inusitado incidente. La mamá de Pedro increpó a éste airadamente porque su hermano Pepe no había recalado a casa desde hacía varios días, sin reportarse. ¡Seguramente agarró una parranda y no le importa que su madre esté angustiada!, exclamó. Con esa inigualable mirada compasiva, cariñosa y algo coqueta, Pedro la abrazó y le dijo con ánimo pacificador: “pero tú tienes la culpa, mamá, por haber tenido a esta bola de buenos para nada”. Luego le aseguró que sus amigos, los motociclistas de la policía del entonces Distrito Federal, se encargarían de buscar a Pepe hasta encontrarlo, que no se preocupara más por eso.

Al despedirnos en aquella ocasión, mi papá observó que era muy injusto que fuera Pedro responsable por la conducta de sus hermanos, a lo que respondió el artista:

«Mira, Carlos, en cada familia hay un bruto que carga con toda la responsabilidad; en tu familia fuiste tú, y en mi familia soy yo. ¡Por eso somos hermanos, sí, pero de la caridad!».

Y soltó una carcajada.

Así era el Pedro Infante que yo conocí.

* Embajador de México en retiro

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