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Amor..irse

Por domingo 15 de septiembre de 2013 Sin Comentarios

Comienzan a pulular en su lugar (en el lugar de duelo) las imágenes por las cuales se revelan los fenómenos del duelo.
No solamente aquellos por los cuales se manifiesta tal locura particular sino también aquellos que dan testimonio de una de las locuras colectivas más notorias de la comunidad humana… el gosth, esa imagen que puede sorprender al alma de todos y de cada uno cuando la desaparición de alguien no fue acompañada de los ritos que ésta exige (Jacques Lacan).

Por Carlos Varela Nájera.*

Sobre la muerte no hay mucho que decir, el significante enmudece y en su lugar debemos dejar que opere el trabajo, trabajo de duelo, que recorre mil y un caminos, ese recorrido se traza con mucho sufrimiento cuya resultante sería templar al sujeto, y no pagar con los síntomas del cuerpo o bien con una incipiente locura. Siempre se ha tratado la muerte desde distintas ópticas, la filosofía despliega opiniones diversas. “No vemos la etapa anterior a nuestro nacimiento de la misma manera en que vemos la perspectiva de la muerte; sin embargo, la mayoría de las cosas que se pueden decir sobre la segunda son igualmente verdaderas para la primera. Según Lucrecio, esto mostraba que era un error considerar la muerte como un mal”. (T. Nagel, Una visión de ningún lugar, p. 228).

El duelo implica un dolor y nadie esta preparado para la muerte, tampoco para dejar de sufrir, si se ama se sufre por lo perdido, de tal suerte que lo que se diga sobre el duelo y en especial el discurso tanatológico, sólo es un discurso más, ya que cuando la tanatología plantea “déjalos ir con amor”, ese es un decir irresponsable e insensible al dolor real del sufriente, aunque quiera vestirse de humanista.

En lo inconsciente de cada uno de nosotros no existe la muerte, por eso cuando un ser querido fallece todas las inscripciones simbólicas se desordenan, y en este desorden puede aparecer lo que el discurso sanitario habla como enfermedad, cuando acontece la muerte del otro, el sufriente se tambalea, el deseo queda eclipsado y las investiduras que rodean al objeto amoroso perdido se mantienen, dándole vida psíquica cuando en la realidad ya no está con nosotros y eso hace que el sujeto colapse en lo simbólico y se genera un derrumbe psíquico, un descalabro en lo real.

Nuestros seres queridos que nos dejan son insustituibles, y no hay medicamento ni terapia que pueda curar lo perdido, puesto que los lazos que unían mi ser con el otro, están sostenidos por ordenamientos libidinales, ideales, o bien había depositado en ellos ilusiones que son cortados de tajo por la pérdida, lo que hace que el aparato psíquico se resista a la pérdida en tanto que viven en mis ideales, mis ilusiones, tenía fincado en el ser perdido una parte de mi yo, y ese yo se resiste a perder lo perdido.

La muerte de nuestro ser querido nos deja en un absoluto desamparo, porque nos recuerda nuestra propia muerte, es decir, vamos a morir, y eso, más la pérdida, se combinan para que el dolor sea más fuerte, porque la muerte del otro me despierta mi propia muerte, y en ese despertar caen las ilusiones, y el ser mortuorio se revive en mí, lanzándome al dolor de la inexistencia de mi propia vida, al respecto Wittgenstein nos dice que “la muerte no es un acontecimiento en la vida: no se puede vivir la muerte”.

Lo más trágico de la muerte es para quien la vive en el ser que pierde, es lanzar a este sujeto a la reflexión de pura pérdida, quien se va, queda destituido del principio del placer, en este sentido, la pérdida se acompaña del miedo a perder los placeres que el mundo otorga, frente a esto, es la melancolía quien habla en el lugar de lo perdido.

*Licenciado en Psicología por la UAS Psicoanalista,
Doctor en Educación, Profesor e Investigador.

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