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Día de Muertos

Por domingo 25 de noviembre de 2012 Sin Comentarios

Por Juan Diego González*

Fernando estaba apresurado por terminar. Ya casi era la hora del recreo y debía dejar reluciente la dirección o el castigo se extendería a lo largo del día. No era un niño malaleche ni mal intencionado… travieso y juguetón, eso sí.

Precisamente este día lo habían retado sus compañeros: “Que Fer, ¿te puedes subir al último estante del librero y bajar el libro prohibido de los tres cerditos?”. Tuvo dudas, pero el miedo a ser llamado “gallinita” por el resto de sus días, lo empujó a encaramarse al viejo mueble, tan viejo como la Revolución, -deveras, lo donó Francisco I. Madero durante su campaña presidencial por Sonora. La venerable madera crujía con el peso del niño, hasta que se vino abajo con un crujir lento y lastimero. La pequeña biblioteca escolar se hizo un caos de polvo, hojas, libros y los huesos del esqueleto de plástico…

-No sales de la dirección hasta que pueda ver mi rostro en el piso- sentenció el director, al arrastrar de las orejas al niño por el pasillo.

La sonrisa de Fer bailaba en el piso reluciente cuando salió corriendo al patio para disfrutar su recreo… afuera todo era silencio y vacío: no había niños en la cancha ni bajo los árboles; la casetita aunque abierta permanecía solitaria. Intrigado, empezó a buscar por todos lados hasta que unos gritos lo condujeron a la bodega.

Adentro, apretujados como granos maíz en lata, niños, maestros, los conserjes y el director estaban atrapados, al borde del desmayo, porque los fantasmas de las vocales los atosigaban: ¡aaaaaaaaaaaaa ¡uuuuuuuuuuuuu! ¡oooooooooo!! Resulta que con el “accidente” de la biblioteca, las vocales murieron aplastadas por el librero y sus fantasmas tenían aterrorizados a todos.

Gritaban aquellas fantasmales letras. La i se metían por la narices de los niños, quienes sólo atinaban patalear tirados en el suelo y la e, ay la e, les alborotaba el pelo a todos y despacito susurraba al oído: ¡eeeeeeee!

La primera idea que tuvo Fer, fue la de ayudar a todos a escapar. Sería fácil, cualquiera sabe que los fantasmas se atrapan con botellas de vidrio. Luego pensó: “Tengo la cancha para mí solito, puedo ir a la caseta y agarrar todo lo que se me antoje… mejor los dejo un ratito”.

Mientras Fernando la hacía de avión, con los brazos extendidos y corriendo por toda la cancha… en la distancia, las vocales fantasmas dejaban sentir su presencia de ultratumba con gritos desgarradores:

¡uuuuuuuuuuuuu! ¡oooooooooo! ¡aaaaaaaaaaaaa!

FIN

*Escritor y Docente de Ciudad Obregón, Sonora

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