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La música de mi tio Beto

Por domingo 13 de noviembre de 2011 Un comentario

Por Alfonso Inzunza Montoya*

Gracias a Dios!, cómo tengo buenos recuerdos, y esos quisiera transmitírselos para que comprendieran porque fue mi infancia tan feliz en Rosamorada.

Parece que fue ayer cuando en una explanada que había frente a la casa de mi luz y de mi tío Pablo donde hoy está una plaza que en honor de los que han puesto muy en alto el nombre de nuestro pueblo se llama Tigres del Norte, se realizaban las fiestas tradicionales que eran el 20 de noviembre, las cuales tenían bailes, desde el sábado hasta el martes, lo que no me acuerdo –malo es si había coleadas, jaripeo y carreras de caballos, se me hace que no, otras veces las fiesta salían – así decíamos- a un costado del cine.

Los organizadores construían unas ramadas que su estructura –al fin ingeniero- era de palos verdes que se cortaban en el monte más cercano y los muros y el techo de rama común y corriente con un olor agradable e inconfundible que hasta la fecha lo tengo registrado en mi olfato.

El salón de baile se conformaba de una cantina, que tenía una barra de puros palos parados para que los clientes no la tumbaran o se pasaran por abajo, la parte superior era de dos tablones -como los que yo uso en la construcción-, la protegían en todo su contorno interior con una lona para que en la noche no se metieran ratas de dos patas, era un cuarto como de tres por tres metros, luego una sección como de ocho por doce, donde se colocaban las mesas de madera con cuatro sillas con asiento de baqueta.

La pista de baile de veinte por veinte, era otra cosa, tenía un trato especial.

Se colocaba un poste central alto y alrededor unos más chicos que se unían entre sí con banderolas de papel de china, de mucho colorido, se fabricaban unas bancas largas que rodeaban al puesto –es como se le dice- de troncos de palma -que teníamos mucha en la región-, servían para controlar a los bailarines y de asiento para los que no compraban mesa.

Se construían también con el mismo material las fondas que eran rentadas a las señoras que se dedicaban a vender comida.

En la tarde antes del baile, se barría muy bien, se regaba abundantemente la pista y se le echaba agua a la rama verde para que no se secara tan rápido, oliendo muy agradablemente.

A ellas concurrían de todos los poblados vecinos y hasta de más lejos, pues eran famosas por su buena música y sus muchachas bonitas.

El alboroto que se armaba era grande, por un lado, las jovenes haciéndose vestidos, para lucir más guapas que de costumbre, por otra, los muchachos, buscando que ponerse y sacando los ahorros que habían hecho trabajando muy duro, pues la ocasión lo ameritaba.

A nosotros la fiesta nos encantaba, pues nos permitía andar de vagos desde que se iniciaba, hasta que se terminaba, nos dejaban dormir tarde y andar correteando entre la gente y apostábamos quien pasaba el puesto corriendo, ya que siempre había policías cuidando y al que agarraban le pegaban con una cuarta de cuero crudo que traían metida en el cinto.

De Mocorito y Guamúchil llegaban puesteros, unos vendían churros, otros manzanas con dulce, ropa, zapatos, huaraches, juguetes muy sencillos, magueyes, los merolicos con sus cobijas, cortes, camisas, calzones, calcetines regalados por una compra buena, se instalaban fondas en donde comían los músicos, cantineros y los que se quedaban para el otro baile, era una chulada pasar cerca por el olor a la comida, cocinada ésta con mucha manteca de puerco, para que abriera el apetito.

En estas fiesta era muy usual que los señores, al terminar el compromiso los músicos, les llamaran y les tocaban hasta que amaneciera.

Eran canciones de parranda, pero de parranda fina, pues tocaban puras canciones viejas.

En una ocasión, le estaban tocando a mi tío Beto Inzunza (ex presidente municipal de Mocorito), papá de mi muy querido amigo Marco, al que de cariño hasta la fecha le decimos “seco” y al modo, llegué, me acerqué a él, lo saludé, serían como las seis de la mañana, estaban tocando Porque lloras, me dio un abrazo, me besó y me dijo que me quería mucho, le creí pues era muy amigo de mi papá.

Cuando se termina la pieza me dice, ¡hijo, pide una canción!

Como era muy tímido, le contesté, ¡pues que toquen el Gallo giro!, se arrancan con ella y al terminar pido El carbonero, me hace muchas fiestas ya que eran las de su abuelo, ya entrado en la parranda yo también, que pido La paloma errante y después Lira de Oro.

Y aquí viene lo bueno.

Al terminar de tocar ésta última, me da otro abrazo y riéndose me dice, ¡ahora amigo, a pagarle a los músicos!, pego un brinco, pelo unos ojones, suelto el llanto y corro rumbo a la casa.

Cuando iba corriendo pensaba en la pela que me darían, pues la cuenta era de cincuenta pesos.

Al pasar por la casa de mi Libradita, una viejecita que queríamos mucho, sale, me para, me pregunta porque lloro, me detengo con un tremendo rayón de zapatos, que hasta se me arrancó el tacón.

Moqueando y todo, alcanzo a platicarle lo que me pasaba, ella con toda la sabiduría del mundo, me toma entre sus brazos y muy tranquila me reconforta, me explica que era broma de mi tío, que me fuera a tirar las basuras que ya habían juntado en la casa, que no pasaría nada, como efectivamente así sucedió.

Al paso de los años y por varias veces le he recordado a mi tío Beto ese detalle y cómo lo disfrutamos.

De que era muy igualado, lo era.

*Constructor.

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