Estatal

Confesión

Por domingo 11 de septiembre de 2011 Sin Comentarios

Por Francisco René Bojórquez Camacho*

Hoy, que ya han pasado muchos años desde aquella noche que bailé con una difunta, me propongo explicarles con lujo de detalles, lo que realmente sucedió. Como todos saben, ya se han tejido infinidad de historias, acerca del suceso que deja con los ojos abiertos y con la piel de gallina al que lo escucha; el hecho fue pasando de boca en boca, primero en el lugar del suceso y después llegó a popularizarse tanto, que una agrupación musical llamada “Ramón Ayala y sus Bravos del Norte”, grabó una canción donde da su versión de los hechos; la letra dice más o menos así;

ABRIGANDO SU TUMBA

Es difícil creerlo
algo extraño a mí me sucedió
estas son cosas del cielo
que Dios a mí me señaló

Era una noche de fiesta
cuando a ella yo la conocí
la noche estaba muy fría
y con mi abrigo la cubrí

Después a su casa yo la acompañé
nos dimos un beso de fuego
sentí tanto amor que mi abrigo olvidé
después a su casa yo me regresé

(este párrafo es explicado por una persona, entre la música)
”Soné la puerta y un señor contestó
los años que la tristeza habían dejado en sus ojos
una mirada vacía
después de explicarle
que yo honestamente había acompañado a su hija
hasta su casa
y que nada más quería recoger mi abrigo
el señor quedó asombrado y me dijo
es imposible
que mi hija lo haya acompañado hasta esta puerta joven
es usted muy cruel
por que en realidad
hoy se cumple un año
que mi hija murió.”

Después a su casa yo la acompañé
nos dimos un beso de fuego
sentí tanto amor que mi abrigo olvidé
después a su casa yo me regresé
en lo gris de la noche
a su tumba yo encaminé
y así cubriendo su tumba
mi abrigo ahí encontré…

mi abrigo ahí encontré…
mi abrigo ahí encontré…
mi abrigo ahí encontré…

Debo confesar que ese recuento musical, queda un poco retirado a esos acontecimientos pasados. Ahora caigo en cuenta de muchas cosas que no han sido descritas y que hoy me afanaré en rememorar en detalle, de las cosas más impactantes de aquel hecho. El caso que esa noche yo no quería ir a ningún lado, entonces saqué una poltrona y la puse en la alta banqueta para ver quién iba y venía para aquella fiesta tan esperada. Había terminado muy agotado del trabajo en el ingenio azucarero y solo quería reposar un rato para caer “como un palo” en la cama. La calle estaba iluminada a medias, cuando las notas de la Banda de los Amarillas irrumpieron la quietud de aquel pueblo que todavía era Los Mochis, la canción era una de mis preferidas; “no me tengas lástima”. Miré el reloj de manecillas fosforescentes; eran las nueve de la noche. El sueño me estaba cercando, así me gustaba que me llegara para dormir a pierna suelta. Me apoyé en el respaldo para incorporarme y fue cuando la vi por vez primera; venía sola por la calle y era muy notorio que se dirigía al baile, pues su hermosa prenda albeonada la delataba. Fue en esos instantes en que desapareció mi cansancio y el sueño tan profundo que me embargaba. La enigmática dama pasó de largo y aunque nunca volteó a verme, pude ver el blanco de sus ojos cuando me buscaba entre la semioscuridad del lugar.

La fui siguiendo con la mirada, para ser testigo de cómo la blancura se desvanecía entre aquella negrura del fondo de la calle. Y fue desde ese momento que se marcó mi destino. Me entraron unos deseos inmensos de ir a su encuentro. Algo extraño me impulsaba a verla de nuevo. En un santiamén me preparé para irme a La Pérgola que era donde se desarrollaba la fiesta. No fue difícil su localización; pronto mis ojos detectaron su luminiscencia, y en ese instante corroboré sin ningún temor a equivocarme, que era a mí al que esperaba.

Ahora “desde aquí” de donde les estoy narrando, caigo en cuenta porqué, a pesar de lo atractivo de su porte y de su belleza, nadie osaba en pedirle la mano para llevarla al centro de la pista. Es que yo ya había sido “marcado” con aquella mirada fugaz de sus ojos, cuando pasó por enfrente de mi casa. Por eso nadie de los asistentes nos prestaba atención; ella ya no pertenecía al mundo de los vivos, y yo, estaba en un punto intermedio entre éste y el de la eterna oscuridad. Así que sin saber lo que vendría después, me propuse invitarla a que bailáramos unas piezas. Me dio su mano que la sentí gélida y en ese momento lo atribuí al frío de la noche.

Palpar esas manos, fue una experiencia de la que no tengo palabras para expresarla; sólo puedo decir que la sentí muy suave y blanda, como si no tuvieran peso sus dedos y la piel. El caso es que sus manos cambiaban cuando las tocabas; como si fueran de una gelatina transparente ¡eso sí era extraño! Le pasé mi brazo por su talle y también allí sentí una trepidación que jamás me imaginé me sucediera algún día. Tuve una ligera impresión de que su cuerpo se me desharía entre mis brazos por una especie de encantamiento, porque con mis manos, no sólo la tocaba, sino que tenía la impresión real que podían penetrar dentro de su organismo, como si estuviera hecha de esa sustancia blanda y gelatinosa. Así que la curiosidad me llevó, sin que ella opusiera resistencia, a tocarle suavemente sus pulmones; me sorprendí porque parecían no tener ningún movimiento y, cuando mi mano se acercó al corazón, que palpitaba como desesperado, no percibí que fuera sangre lo que fluía en su interior, sino que estaba claro que era un viento torrencial, sí, un fuerte soplo de aire huracanado, cual si fuera éste la esencia de su propia vida. Debo de confesar que me agradó sentir esa rara vibración. Mi rostro estaba tan cerca al de ella, que fue fácil notar que la sonrisa de felicidad nunca desapareció de su faz, se notaba que gozaba con cada paso que daba en la pista de baile que estaba a reventar y, por increíble que parezca lo que les narro, nuestros cuerpos se desplazaban por todos los puntos de la pista como si ésta estuviera vacía; como si nadie nos estorbara con la ejecución que estábamos dando. Era una sensación rara. Podíamos “atravesar” los cuerpos de las parejas y era en ese punto donde yo sentía un miedo inenarrable, pero era el cuerpo de ella el que me devolvía la tranquilidad al sentirla muy suavecita, tan frágil que siempre creí que se me desmoronaría entre los brazos.

Ya avanzada la noche, se tomó un hermoso rosario que colgaba de su cuello y me dijo; “ya vámonos, no puedo estar más tiempo en este lugar, a mí me están esperando”. Entonces la llevé a la casa que me indicaba, no sin antes cubrirla con mi chamarra. Por el camino me habló de la vida, de lo injusto que es la vida, que la vida no tiene nada de seriedad, pero que aun así, con todos los sufrimientos que nos depara la vida, vale la pena vivir esos migajas de alegrías. Me dijo también, que el que ande “por los caminos de la vida”, debe de saber que la felicidad es eso; una rara mezcolanza de migajas de alegría con muchos mundos oscuros de tristeza.

Entró en la casa a la vez que me agradecía la gentileza. Yo me quedé por unos instantes recapitulando todo lo que había vivido en las horas anteriores. Pensé en la posibilidad de que todo eso fuera un sueño, pero hice a un lado esa idea, cuando me incorporé a la algarabía que traían mis vecinos que regresaban de la misma fiesta. Quise dormir y no pude, pues a cada instante me llegaban en tumulto las sensaciones vividas al abrazar a aquella enigmática chica. Así pasé las horas esperando que el sol saliera lo más pronto posible.

Me encaminé a la casa con el pretexto de recoger mi abrigo, toqué varias veces hasta que una viejecita me abrió la puerta; “¿qué busca joven?” Le dije que la noche anterior había bailado con Elicena Amaranta y que venía a recoger el abrigo con que se cubrió el frío de la madrugada. Los ojos de la señora se le nublaron por las lágrimas y expresó con una voz entrecortada; “yo aquí vivo sola desde hace una año, precisamente ayer se cumplió un año de la muerte de mi hija, mírela en la fotografía que está en la pared, era tan hermosa mi niña, pero por algo me la pidió el Señor; Él sabe el por qué de las cosas.” Me tomó del brazo y me condujo al cercano panteón. La lápida estaba cubierta con mi saco que le había prestado y fue hasta ese instante, en el que llegué a tomar conciencia de lo que había sucedido; ¡compartí el baile con una mujer muerta! El epígrafe inscrito con letras doradas decía así; “Elicena Amaranta Páramo Buendía nacida el 15 de agosto de 1950 y ascendida a los limpios cielos el 20 de diciembre de 1970.”

Desde entonces mi familia me ha buscado sin éxito. Dicen que me volví loco y que me fui a caminar sin rumbo. También que me han recogido unos tíos y que desde aquel día no he dormido ningún instante y que por las noches, que es cuando me “aparezco”, irradio una luminosidad amarillenta que proviene de mis ojos que no se me pueden cerrar; en fin, se han divulgado tantos relatos, que como ya saben, están lejos de lo que realmente sucedió.

Lo único que les puedo afirmar es que todos estos años he estado buscándola, pero se me ha dificultado encontrarla en el lugar que llegué después de estar en el camposanto. Es en este raro lugar, donde me dijeron que la encontraría, que no me desesperara, que en ese cielo infinito debo de encontrar esa alma pura de Elicena Amaranta. Así que todavía me queda fortaleza para ir a su encuentro, porque quiero volverla a sentir, deseo tocar su cuerpo flácido. Quiero abrazarla y a la vez que mi mano derecha penetre su cuerpo en busca de ese vibrante corazón, porque realmente es esa sensación la que me alimenta de día y de noche.

*Sociedad General de Escritores de la Región del Évora.

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