Nacional

De tierras alacranadas

Por domingo 7 de agosto de 2011 Sin Comentarios

Por Faustino López Osuna*

Aunque alacrán y escorpión son sinónimos, el segundo tiene más voces o designa más cosas que el primero. En el diccionario, escorpión, aparte de arácnido, ofrece las siguientes defi­niciones: Pez parecido a la escorpina, pero de mayor tamaño. //Máquina de guerra, especie de ballesta. //Azote for­mado de cadenas terminadas por pun­tas o garfios retorcidos como la cola del escorpión. //En astronomía: Octavo signo del zodiaco que el sol recorre al mediar el otoño. Aclarando: escorpina, no es otra cosa que el llamado vulgar­mente diablo de mar y el azote es el instrumento socorrido por los maso­quistas religiosos que lamentable y bárbaramente se auto flagelan. El caso es que en ninguna parte se dice que el escorpión sea malo.

En cambio, al alacrán se lo define como arácnido venenoso, que tiene la cola terminada por un aguijón ponzo­ñoso. De él se deriva el adjetivo alacra­nado que significa viciado, así como el verbo irregular alacranear que es lo mismo que hablar mal de los otros y ala­cranera que es el sitio donde abundan los alacranes. Como se puede apreciar, parecería que se estuviera hablando de dos animales distintos, cuando en realidad se trata del mismo. Sería deseable que se in­teresaran en esto los estudiosos de la conducta huma­na, relacionada con el doble lenguaje y la doble moral en la socie­dad donde, para sacar provecho de los ricos y los pode­rosos, se acostum­bra hablar con eufe­mismos, así, si el alacrán es un bicho encumbrado, se le dirá escorpión para halagarlo. De lo contrario, no pasará de un pobre y de­lincuente alacrancillo.

Durante la colonia española, abun­daron las historias y leyendas relaciona­das con los arácnidos, que comprenden también las arañas. Una, muy socorrida hasta por las películas, es la que se refie­re a un alacrán descomunal que habitó en un oscuro calabozo de San Juan de Ulúa, Veracruz, al que arrojaban a los reos, con la seguridad de que al día si­guiente no amanecían con vida. La le­yenda da cuenta de que por ahí pasó el célebre bandido Chucho el Roto, quien sobrevivió dando muerte al escorpión.

No sé cómo llegó hasta mí una anécdota de escorpiones, por demás emocionante, que no he podido docu­mentar, pero se refiere a un hecho poco conocido, ocurrido durante la interven­ción francesa. Cierto día, al incursionar el ejército invasor por el norte de Jalisco, lo sorprendió la noche en territorio de Nayarit, improvisando la tropa de infan­tería su campamento a la intemperie. Y así como se durmieron los soldados galos, vestidos con sus uniformes reales y sus bayonetas de cubo, amanecieron muertos, picados por miles de alacranes, pues acamparon, sin saberlo, en la tierra m á s alacranada de la región. Alguien sugirió levantarle al alacrán un monumento.

Yo tuve una experiencia espeluz­nante con un alacrán, en mi infancia, en Aguacaliente. Aunque mi madre nos advertía que, al levantarnos por las mañanas, apretáramos la ropa, como si la exprimiéramos, antes de ponérnos­la, yo no lo hacía. Y aquel día, al meter mi pie derecho al pantalón, arriba de la rodilla recibí un piquete que, alarmado, me obligó a detener todo movimiento. Cuando intenté continuar, registré otro piquete, forzándome a paralizarme de nuevo, sospechando inequívocamente que se trataba de un alacrán, alojado a la altura de la bolsa. Pese a mi instan­táneo pánico, deduciendo que al termi­nar de meter el pie o sacarlo igualmente me volvería a picar, tomé la decisión ex­trema de aplastarlo, dirigiendo la mano con todas mis fuerzas al lugar donde calculaba que estuviera, con la mala suerte de que lo apresé por la cabeza, quedándole libre la cola, con la que me picó como la aguja de una máquina de coser, lo que me hizo pasar del pánico al coraje y reaccioné untándolo con furia en mi muslo. Al revisarme, conté casi doce pinchazos. Y, contra todo pro­nóstico, no me hizo efecto el veneno. Alguien dijo que mi enojo había ayu­dado a neutralizarlo.

Curiosamente, al escribir estas letras, reflexiono que ni Gabriel García Márquez, en Cien Años de Soledad, ni Juan Rulfo, en Pedro Pá­ramo, men­cionan a los alacranes, como si en Macondo y Comala no los hu­bieran conocido nun­ca.

*Economista y compositor.

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