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Malecón

Por domingo 6 de marzo de 2011 Sin Comentarios

Por Joel I. Barraza Verduzco*

Hoy que sigue siendo tiempo de discursos, de retórica silvestre y de falta de acuerdos entre los miembros de una sociedad decadente, en la que sobre todo se ha perdido el respeto por la vida y por los otros. En un mo­mento en que la ignorancia y la intolerancia entre los miem­bros de la clase política, imposibilita el llegar a acuerdos civi­lizados para que la nave llamada sociedad reinicie su travesía en un mar menos peligroso; he resuelto liberar este relato de entre las páginas de mi libro de crónicas, relatos y ensayos Mazatlecos…, texto al que deseo renombrar como El poder de la palabra en el poder, después de escuchar la plática sobre lenguaje y filosofía, del ideólogo Jaime Labastida en su claus­tro del Colegio de Sinaloa, en la pujante ciudad de Culiacán de los carteles.

Nada se convierte solamente en palabra, ni pierde ni se pierde convirtiéndose en
palabra, si la palabra que lo nombra no se pierde también como palabra. Así la
palabra verdadera que nombra al viento, el viento se la lleva.
Roger Munier.

En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordar­me, en torno de una mesa de cantina con sus sillas de Concor­dia, acaloradamente discutían cuatro maestros universitarios.

“Bien nos dice Maquiavelo, que cuando el animal político se trepa al trono del poder, tiene que seguir golpeando a sus enemigos, porque el poder no es nada seguro ni estable.” Ha­bla Jota Jota, con saliva en la comisura de los labios. Se limpia la boca con la manga de la camisa, coge la botella de cerveza apurando el contenido y levantando el envase vacío le pide a la mesera de falda casi inexistente, que traiga otras cuatro.

Mientras tanto, el mar golpea con furia líquida las piedras de la escollera, recoge granos de sal y arena que deposita en su cama de agua y, lame con insistencia mineral el malecón que puso el hombre como límite de sus dominios.

Cuatro sudorosas ambarinas son depositadas sobre la mesa. Cada quien coge la suya, le limpia el gollete con una servilleta y apura una tercera parte del fresco fermento de cereal. La plática, vuelve a zumbar en torno de la mesa de fi­lósofos de fin de semana. Acomete Jota Ele: “Ya que hablas de Nicolás Maquiavelo, ¿sabes quién fue, conoces su obra y su importancia?, o nada más lo mencionas para bajarnos la borrachera.”

“Lo menciono”, responde Jota Jota, “porque nuestra con­versación a girado alrededor del poder y, nadie mejor que Ma­quiavelo para hacernos comprender su significado.”

Jota Ele coge un trozo de queso, lo moja en salsa de chile y lo come. Remoja la boca con cerveza y habla.

“Tienes razón. Hasta ahora, la mejor reflexión que se ha hecho sobre el poder está contenida en El Príncipe, él es el padre de la política moderna, por decirlo así. En el siglo XVI –para ser más exactos, en los meses de agosto a diciembre de 1531-, Nicolás Maquiavelo se dedicó a escribir un tratado sobre el poder, sobre cómo toda la razón de ser de la política es mantener el poder, guardarlo, protegerlo, sostenerlo, conservarlo. Y en cuanto a lo que decías al principio –del hom­bre como animal político-, Maquiavelo explica que el hombre llega a comportarse como una bestia (como un zorro, como un león) para conservar el poder, pero aquí entramos ya en el terreno de las estrategias.”

“Si por eso me gusta juntarme con ustedes”, tercia Fidel, “cómo saben cosas. Y ya que hablan del poder, por ahí leí que sólo se habla bien de lo que no se posee; si no se viviría y no se hablaría. A mí se me hace que tienen hambre de poder. ¿A poco ya los invitaron los candidatos ganadores a colaborar en sus equipos?”

“Sin tratar de defender a los compañeros”, interviene el profesor Borrachín, cuarto miembro de la mesa cuadrada, “pero tengo entendido que el poder no es una propiedad, sino una estrategia; por lo tanto no se posee, se ejerce. Antes de continuar, viendo que la cebada se terminó, quiero pedir las otras. ¡Señorita!” llamando a la mesera que platica en la barra con el joven cantinero, “¡cuatro medias bien frías y unos cigarros sin filtro por favor! Retomando tanto la conversación como la cerveza, prosigo; el poder es un efecto de conjunto, no es una mera superestructura, ya que toda economía pre­supone unos mecanismos de poder inmiscuidos en ella. Pero sobre todo, el poder lo detenta la clase dominante.”

Fidel coge un cigarrillo, lo enciende, inhala con profundidad de buzo y exhala un grupo de palabras envueltas en humo. “Pa­rece que hablar del poder está de moda. No lo digo por ustedes que siempre tratan de lanzar el último grito. Lo digo porque en los últimos años, tanto los antropólogos como los filósofos han estado nadando en las aguas turbias del poder, sin dejar fuera de la discusión a psicólogos, sociólogos, juristas, sacerdotes y militares. Sin embargo, parecen no ponerse de acuerdo en una misma definición de lo que es el poder. Ni siquiera los france­ses, que bien sabemos se pasan la vida haciendo teorías, saben todavía lo que es el poder. Pongamos algunos ejemplos: lo que para un filósofo como Nietzsche era “poder”, para un psicólogo como Freud era la “libido”; lo que para un escritor como Tolstoi era “poder”, para un filósofo como Schopenhauer era “volun­tad”. Y hago aquí un pequeño paréntesis, para poder tomarme la cerveza antes de que se caliente más.”

“Pues yo todo lo contrario”, opina el profesor Borrachín, “para que la discusión no se enfríe y tomando en cuenta que hablabas de los franceses, quiero agregar que Foucault se ocupó también del poder como objeto de estudio. Además, que Guilles Deleuze opina, que no existe en el hombre un de­seo de poder, sino que el poder es deseo. Y en este renglón quiero decir que conozco algunos que sienten el poder como el efecto de la Viagra, el poder los erotiza y les devuelve la potencia sexual. Para otro gran francés, Juan Jacobo Rous­seau, el poder es un campo de relaciones y es una intimida­ción. Si mal no recuerdo, en el Contrato social nos ofrece este ejemplo: Dos hombres que no se conocen se encuentran en un sitio alejado e inhóspito, uno de ellos tiene una pistola en la mano, el otro no. ¿Quién tiene el poder en esta situación? Y eso lo podemos ver a cada rato en estos días.”

En ese momento se acerca la mesera con cuatro cervezas, las entrega y comienza a recoger los envases vacíos mientras informa entre bostezos de cansancio y aburrimiento: “No es que los corra, pero ya tenemos que cerrar. Si quieren otras, se las sirvo en vaso desechable y se las llevan.”

Al mismo tiempo llega Jota Ele, que regresa de la barra acompañado. “No lo van a creer”, les dice, “pero miren a quien encontré.” Los demás saludan efusivamente. “¿Qué tal antro­pólogo, y ese milagro?” “Pues ya ven”, respondo, “aquí estu­diando este antro y recordando al buen Sabina que me dice…“He vuelto a tropezar con el pasado y he pedido, en el bar de mis pecados otra copa de ron.” Los estuve oyendo dialogar sobre el poder y sus definiciones, ¿qué les parece si pedimos las otras para llevar, y seguimos analizando el tema por el male­cón, al cobijo de la noche y bajo el embrujo de la luna?”

Todos nos reunimos en una sola carcajada, recogemos el ron y las cervezas después de pagar la cuenta, salimos del portal y cruzamos la doble avenida bajo la luna creciente que cuelga del cielo tropical, junto a una estrella grande y brillan­te. El malecón nos recibe con su aliento de mar nocturno, hú­medo, salitroso; con un aleteo de olas crecientes, enjuagan­do la playa con un sube y baja rítmico, musical. Primero uno, luego todos comenzamos a cantar “…y nos dieron las diez y las once, las doce y la una las dos y las tres, y pensando por el malecón nos encontró la luna…”

“Allí, donde encontré seres vivos, encontré la voluntad de poder.”
F. Nietzsche.

*Antropólogo/ENAH

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