Nacional

El arte de los colores yaquis

Por domingo 30 de enero de 2011 Un comentario

Por Juan Diego González*

Salimos de Cócorit rumbo a la Loma de Guamúchil. Eran como las tres de la tarde. La Loma es un pequeño poblado cerca de Ciudad Obregón. Si uno viaja hacia el norte por carretera, es inevitable pasar por ahí. Sin embargo, nosotros nos metimos por un camino vecinal, rodeando el Konti de Có­corit (otra comunidad yaqui). Nos fuimos en un picapon GMC, doble cabina del 98, muy aguatador. Mi suegro, Leonel Gar­cía lo usa para traer todo tipo de cosas de Phoenix, Arizona y las vende en Esperanza, Cócorit y otros pueblitos. Cuando termina la venta, se regresa otra vez al Otro Lado y así es su vida ahora.

Esta vez lo acompañaron Ildefonso y Cristian, dos mucha­chos que lo ayudan con la venta. Yo fui porque don Leonel me consiguió una oportunidad de platicar con una mujer yaqui de la Loma, quien tiene un puesto de artesanías. Nos fuimos plati­cando sobre las aventuras de juventud de mi suegro. El camino está muy bien para ser terracería. En cada tramo pasaba al­guien a caballo o en bicicleta, nos saludaba en medio del polvo y seguíamos. A veces un halcón surcaba el cielo azul del valle o mi vista se extasiaba en los campos de trigo, con los brotos tiernitos y verdes, el verde más esperanzador del año nuevo.

En un ratito llegamos al pueblo. El Ilde pasó a saludar a sus suegros y luego nos fuimos a buscar a la señora. Pasamos por el centro comunitario, por la iglesia en cuyo frente se alzan en medio de una explanada de tierra, varias cruces de mármol y las dos enramadas –lugares sagrados– que en la semana santa viven sus mejores galas con todos los ritos ancestrales de los yaquis.

Al llegar, un gato sobre un sillón de madera de guásima, nos vió indiferente. La casita modesta, con un tejabán de carrizo y palma (construcción típica de los yaquis) parecía sin gente. Junto a mi suegro, me acerqué para tocar pero un señor de pelo entrado en canas nos abrió con una sonrisa. Preguntamos por la señora. Echó un grito hacia dentro de la casa y ahí te viene volada una mujer de estatura baja, pelo lacio y largo hasta la cintura, recogido en una sencilla cola. Ninguna gota de vani­dad lucían aquellas canas. Su falda y blusa tradicional coloridas, aumentaban el orgullo de su caminar seguro y tranquilo. Ella también nos sonrío, extendió su mano y nos invitó a pasar a la habitación que usan como tienda de artesanías.

El Ilde y Cristian se quedaron en el pick up. Sus palabras se enredaron con el humo de sus cigarros. Leonel ya conocía a la señora. Me la presentó y se salió discretamente para dejarme platicar con María Cristina Valencia Jusacamea –así es el nom­bre de ella– quien me enseñó las maravillas que se pueden ha­cer con el arte de los colores yaquis y su magnífica creatividad, aplicada a una empresa familiar como es el diseño, manufactu­ra, elaboración y venta de artesanías como aquellas.

Desde llaveros con huaraches, máscaras, pezuñas de chivo, sonajitas, hasta vestidos con bordados de seda, rebozos de lino, collolis y tenabaris, máscaras religiosas de fariseos, tambores, sonajas, pinturas y una impresionante cabeza de venado para la más conocida de sus danzas y de tanta fuerza espiritual, que es parte del escudo de Sonora. La señora María Cristina, con la paz y la fuerza de una persona apasionada de su historia, sus costumbres, sus tradiciones y su trabajo de artista, me explicó que tienen como siete años que se dedican de manera formal a esta empresa ciento por ciento familiar. Son siete integrantes. Los varones hacen las máscaras con cuero de chivo o madera. Utilizan pelos de cola de caballo para los adornos de las mis­mas. Los instrumentos musicales son originales para todas las fiestas yaquis como los tambores: “los que más se venden son los de m´hijo, porque le pinta danzantes del venado”.

También me mostró collolis hechos de pezuñas de venado (cinturones que usan en las danzas) y los tenabaris elaborados de capullos de mariposa (se colocan en la piernas y su sonido es espectacular en una danza). Mi vista se detuvo en unas sue­las para huaraches, de diferentes medidas y en la pared estaba colgado un par ya terminado: los muy particulares y cómodos huaraches de tres puntos, hechos por los yaquis desde antes de la llegada de los españoles a estas tierras. A un lado, el ju­ramento yaqui plasmado en cuero de cochi y muchos llaveros con motivos tradicionales de su cultura.

Pero lo que más llamaba la atención eran los conjuntos de faldas y blusas de colores llamativos, con flores bordadas. La señora María Cristina me comentó que los bordados de las blu­sas son con hilo de seda y los diseños están basados en flores de la región como los girasoles. Guardó silencio un momento. Yo dejé de preguntar porque sentí que algo iba a suceder. La mujer, como si estuviera sacando un recién nacido de su cuna, extrajo de un estante unas telas… bueno eso parecían y cuando las desenvolvió, ante mis ojos aparecieron unos rebozos bellí­simos, de tela de lino, con flores bordadas en hilos de seda. Las terminaciones del rebozo eran simplemente obras de arte. Con costuras tejidas a mano en estambre delgado y con diminutos nudos, todos ellos para mostrar diseños únicos y originales. Como sacó varios, blancos, azules, verdes… pude comparar los tejidos y ninguno era igual al otro. Cada detalle, elaborado por manos yaquis de artistas enamorados de la armonía, te dejaba literalmente con la boca abierta.

Con amabilidad y respeto me dejaron tomar unas fotos de las artesanías. Algo increíble porque a los yoris no les permiten eso. Creo que fue por la influencia de mi suegro Leonel, porque ya es considerado amigo de la comunidad de Loma de Guamu­chil.

Me despedí de la señora María Cristina y le prometí volver por unos huaraches de tres puntos para mi hija Caty (Catalina) y seguir conversando con ella. A mi esposa Claudia ya le llevaba una blusa roja con girasoles amarillos.

Nos subimos al pick up y llegamos a la casa de los suegros del Ildefonso, don Pablo Álvarez Arenas y su esposa Imelda. Nos ofrecieron sentarnos. En la plática, resultó que mi suegro es wai ta nojome (en lengua yaqui quiere decir, “la persona que se va al otro lado”). Ahí terminamos la tarde, entre amigos y una charla sabrosa, mientras en la hornilla de leña caían las tor­tillas de harina y se calentaba el café de talega. El sol no termi­naba de perderse en el horizonte y la luna, con su ojo de perla ya anunciaba una noche tranquila y hermosa.

*Escritor y docente sonorense

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