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EL CONFESOR DE MAXIMILIANO PARTE I

Por domingo 15 de noviembre de 2020 Sin Comentarios

ANDRÉS GARRIDO DEL TORAL

Durante la estancia de Maximiliano de Habsburgo en el Sitio de Querétaro de 1867 ya no había obispo queretano, ya que el señor Bernardo Gárate de López Arizmendi había muerto y aunque fue el primer titular de esta Diócesis a partir de 1864, poco estuvo en la misma, ya que su verdadero objetivo era ser arzobispo de León y consideraba la Diócesis de Querétaro como indigna de sus méritos, por pobre y escasamente poblada.

Pues bien, la ausencia del obispo y la consecuente vacante la cubrió el muy ilustre padre Manuel Soria y Breña, virtuoso varón de Dios que se encargó de dar cobijo y todo tipo de asistencia a las víctimas de la Guerra de Intervención del Segundo Imperio mexicano y sobre todo cuando la contienda se centró en esta ciudad santiaguense del 6 de marzo al 15 de mayo de 1867, en un sitio insufrible de 71 días.

Al padre Manuel Soria y Breña, con poco más de 50 años de edad, también le tocó la tarea de darle la bienvenida a Maximiliano en la catedral queretana (era el actual templo de San Francisco) además de confesarlo y comulgarlo, sobre todo en aquella lúgubre madrugada del 19 de junio de 1867 en que éste y los mexicanos Miramón y Mejía comparecieron ante la justicia republicana en el paredón del Cerro de Las Campanas. Muchas litografías hermosas existen en que se ve a Manuel Soria y Breña bendiciendo a Maximiliano en las puertas de Capuchinas antes de que los dos abordaran el carruaje que los conduciría por la hoy calle de Hidalgo rumbo al cadalso. Quién sabe de qué platicaron en el camino pero es cierto que mientras el austríaco iba sereno con la dosis de heroína que le proveyó su médico Samuel Basch, el padre Soria y Breña iba llorando.

Pues bien, mi amigo Pepe Trejo de la Vega, indagando en la biblioteca que fue de su señor padre en la casa de Ocampo Sur en esta ciudad, encontró un libro de 1897 sobre La Reforma escrito por don Agustín Rivera, valiosísima obra, que decidió donar a la Biblioteca de la Oficina del Cronista, y más valioso aún es que allí encontré “Las Confesiones del Padre Soria”, quien conoció al autor Rivera desde 1853 en San Felipe Neri, Querétaro. En honor a Pepe y a su padre Don José Trejo Olvera, las doy a conocer a todo el público armero, sabiendo que Conchita y Aideé Trejo de la Vega, así como su padre Don Pepe, fueron muy amigos de mi director general Sergio Arturo Venegas Alarcón. Comienzo pues.

El padre Soria era nacido en la capital queretana según Miguel Ferro, aunque el padre Francisco Gavidia duda de que pudo venir de la Ciudad de México; dice Agustín Rivera que era indio otomí (yo lo dudo), de baja estatura, moreno, de cuerpo endeble y enfermizo, de gran capacidad intelectual pero de carácter tímido y muy humilde, virtuoso y dulce de palabras y modales. Fue abogado por el Tribunal Superior de Justicia de Querétaro y monje oratoriano del Oratorio de San Felipe Neri en la ciudad de Querétaro, donde también fue canónigo de la catedral queretana y después Vicario Capitular, es decir, gobernó la Diócesis de Querétaro ante la vacante del obispo Gárate, tal y como lo escribí en las primeras líneas en este trabajo.

Agustín Rivera y el padre Soria se encontraron en la Casa de Diligencias (hoy hotel de El Marqués, en la esquina de Hidalgo con Allende) de la ciudad de Querétaro el 12 de marzo de 1868 para una visita de cortesía de aquél para éste y es cuando el Vicario le cuenta que su primer encuentro íntimo, a solas, con Maximiliano, fue hasta el 15 de junio de 1867 en que éste le llamó para confesarlo en la víspera de su fusilamiento que tendría lugar el 16 de junio a las cuatro de la tarde, cosa que se pospuso hasta el 19 de junio por órdenes del Gobierno Federal. Que desde entonces no lo dejó de ver ningún día de mañana y tarde para confortarlo.

Delante de Maximiliano le hablaba a éste como “Su Majestad”, pero ante Mariano Escobedo lo mentaba como “archiduque” simplemente, por miedo a la cólera del jefe republicano. Refiere Soria que la celda Capuchina de Maximiliano tenía una ventana sin vidrios, así que ante la molestia que le causaba al príncipe el aire que por ella entraba la cubría permanentemente con su capa. La única vez que vio llorar al austríaco fue el 15 de junio en que le dieron la noticia de que Carlota había muerto, pero confiesa el Vicario que fue un ardid de Miramón y Mejía para hacerle más soportable la agonía a Maximiliano con esa mentira, ya que el estado de locura en que la dejaría lo atormentaba mucho. Carlota moriría hasta 1927.

El 16 de junio Maximiliano le pidió al padre Soria un libro que le diera fuerzas para soportar la muerte y éste le llevó “Los Sermones de Masillon”, mismo que devoró el príncipe y hasta felicitó al sacerdote por tal elección. El 17 de junio ambos platicaron y revisaron una carta dirigida al Papa en que Maximiliano le pedía perdón por las faltas cometidas como príncipe católico; después de muchas súplicas de Max al padre Soria para que éste la redactara, el Vicario le entregó el borrador el 18 de junio por la mañana y Maximiliano solamente le agregó el que suplicara al Papa Pío IX una misa por su alma. La firmó el austriaco y el padre Soria la guardó y la remitió a Roma, donde actualmente se conserva en los archivos vaticanos y que fue vista y estudiada por nuestro embajador Mariano Palacios Alcocer dándole la primicia de tal hecho a mi periódico Plaza de Armas en 2015.

El texto íntegro de la carta dice así según copia que le dio Soria a Agustín Rivera:

“Prisión en el Monasterio de Capuchinas en Querétaro, a 18 de junio de 1867.

Beatísimo Padre:

Al partir para el patíbulo a sufrir una muerte no merecida, conmovido mi corazón vivamente mi corazón y con todo el afecto de hijo de la Santa Iglesia, me dirijo a Vuestra Santidad, dando la más cabal y cumplida satisfacción por las faltas que pueda haber tenido para con el Vicario de Jesucristo, y por todo aquello en que haya lastimado su paternal corazón; suplicando alcanzar, como lo espero, de tan buen Padre, el correspondiente perdón.

También ruego humildemente a Vuestra Santidad no ser olvidado en sus cristianas y fervorosas oraciones, y si posible fuere, aplicar una Misa por mi pobrecita alma.

De Vuestra Santidad humilde y obediente hijo que pide su bendición apostólica

Maximiliano”

La carta no fue escrita en latín, como corresponde al idioma oficial de la Corte Romana (no existía el estado Vaticano, sino hasta Mussolini), ni en Alemán que era el idioma nativo de Maximiliano pero que no conocía Soria: fue escrita en Español que era el idioma que conocían los dos.

Luego de que Pío Nono recibió la carta, hizo una alocución muy grande en favor del caído en Querétaro ante el colegio cardenalicio, realizó también exequias en la Capilla Sixtina contando con los cardenales, el cuerpo diplomático y aristócratas romanos.

De esta carta se hablaba mucho desde 1867 pero nadie la conocía, mucho menos textualmente, hasta el año de 1897 en que Agustín Rivera la publicó en el libro en comento. Este documento demuestra el mal momento que vivía Maximiliano con el Papado por haber ratificado las Leyes de Reforma que le arrebataban sus privilegios y riquezas a la Iglesia Católica, pero ése, el no derogar las liberales leyes reformistas, fue un encargo especial de Napoleón III financiero de la aventura imperial mexicana. Les vendo un puerco confesional. (continuará)

Cronista de Querétaro y Doctor en Derecho

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