Nacional

Mi abuela vio a la llorona

Por domingo 29 de enero de 2012 Sin Comentarios

Por Juan Diego González*

Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro.
Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad dormida,
cada noche distintas, aunque sin faltar una sola, a la Plaza Mayor,
donde vuelto el velado rostro hacia el oriente, hincada de rodillas,
daba el último, angustioso y languidísimo lamento; puesta en pie,
continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo,
al llegar a orillas del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de
algunos barrios, como una sombra se desvanecía.
Relato popular del Virreinato (www.redmexicana.com)

En las tardes de mi primera niñez, mi abuela Consuelo nos reunía en torno a la mesa cubierta con mantel estampado de frutas. El olor del café de talega inundaba la cocina. La abuela nos preparaba café con leche –en tazas de peltre color azul- y pan dulce con queso fresco. Mi favorito eran los cochitos. La abuela nos cuidaba de que no abusáramos con el azúcar. Hermanos y primos sabíamos que la abuela nos contaría una historia. Y eso nos emocionaba, porque sus relatos siempre giraban en torno a fantasmas, ahorcados, aparecidos y la llorona. Aunque en la noche no pudiéramos dormir, pero esas tardes de café y pan dulce eran imprescindibles, inevitables, imposibles, entrañables… se convirtieron en parte de nuestra vida.

Esos relatos me introdujeron en un mundo lleno de magia y fantasía, donde los seres de otro mundo convivían con nosotros, como “El Largo” una especie de gigante que se aparecía en los callejones del barrio de pescadores La Cantera, allá en mi viejo puerto de Guaymas. Las madrugadas tranquilas eran interrumpidas por un tremendo madrazo, remedio infalible para alejar a este ser que detenía el libre paso de los hombres de mar. “El Largo” se paraba en el callejón y cuando chocaba alguien con sus piernas, el desafortunado alzaba la vista para saber con quien había tropezado… pero su mirada se perdía en aquel cuerpo alto, alto, más largo que las palmeras… no hablaba ni hacía daño. Entonces, la grosería gritada a todo pulmón lo desvanecía en la oscuridad de las primeras horas del día.

Cuando aprendí a leer, descubrí que las lecturas de mi libro de español tenían la misma esencia de los relatos de mi abuela. Como la bruja que convertía a los niños en dulce, el héroe Pulgarcito, la alfombra voladora y tantos más. La lectura estimuló de tal forma mi imaginación, que muchas veces fui blanco de las burlas de mis compañeros cuando intentaba descubrir el color del viento, entender las voces de los árboles o encontrar el inicio del arcoiris. Sin embargo, los libros me enseñaron que los nombres de planetas se deben a los dioses griegos, que las estrellas son en realidad soles, que la luna controla las mareas, que la vida surgió del agua y que los aviones existen porque Dédalo inventó las primeras alas para escapar de una isla.

Ahora, como maestro, difundo el amor por los libros entre mis alumnos, les cuento historias sacadas de La Ilíada, Las mil y una noches, del Génesis, de La Eneida, La Divina Comedia, El Quijote, de Romeo y Julieta, del Burlador de Sevilla, el Mío Cid, de las Leyendas de Bécquer, Confabulario de Arreola, los cuentos de Dostoievski y Egdar Allan Poe y también de La llorona. La lectura despierta y desarrolla habilidades mentales que provocan un pensamiento parabólico en la persona. La imaginación es un elemento fundamental en la construcción o adquisición del conocimiento. Por este motivo, una persona que lee tiene más posibilidades de encontrar respuestas creativas a los problemas.

Estoy convencido que la mayoría de los problemas actuales de nuestro México se acabarían si los índices de lectura aumentaran per cápita. ¿Qué se requiere? La verdad, es cuestión de voluntad, de querer. Digo, un círculo de lectores inicia cuando hay personas dispuestas a dejarse sorprender por las historias increíbles que se vienen contando desde tiempos inmemoriales, alrededor del fuego, en una cocina olorosa a café recién tostado y molido:

“Estaba jovencita en aquellos tiempos –dijo mi abuela, con una voz ilusionada-. Mi nana me mandó por una ropa con una parienta. El sol se había ocultado pero no estaba oscuro todavía. De pronto, en uno de los callejones, la vi parada, con su amplio vestido blanco. Me llamó la atención porque no era ninguna muchacha del barrio y por el vestido tan bonito, como los vestidos de las reinas del carnaval. Algo no terminaba de gustarme en ella y aun así, no dejaba de verla, me tenía como hechizada. Mis pasos eran lentos… sentía como que me hablaba. Una vez cerca, distinguí la belleza de su rostro, sus mejillas pálidas, los labios encarnados, la nariz fina y delgada. Mantenía la vista baja, así que no pude ver el color de sus ojos. Admiré el vestido de arriba abajo… ahí fue cuando me di cuenta. Dejé de respirar, sorprendida y asustada. Con toda la prisa que pude me alejé de aquella mujer. Cuando miraba el vestido, descubrí que no tenía pies, su vestido flotaba cerca del suelo. Al sentirme a salvo me persigne y rezaba en silencio: ¡Ave María Purísima¡ En eso, escuché el grito desgarrador “¿Dónde están mis hijos?”. Fue más fuerte mi curiosidad que el miedo y giré mi cabeza para ver, horrorizada, como la figura de la mujer se elevaba por los aires para perderse en el follaje de los árboles”.

*Docente y escritor sonorense.

 

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