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EL NIÑO DEL MONTE

Por miércoles 15 de julio de 2020 Sin Comentarios

FRANCISCO RENÉ BOJÓRQUEZ CAMACHO

Siempre se ha hablado de los duendes. Que son unos seres pequeños como una ardilla tal vez, pero que su estatura no excede de los sesenta centímetros. El siguiente texto trata de este tema, pero antes de que inicie mi relato, voy a ubicar al lector de estas historias, en el lugar exacto donde sucedían estos hechos inverosímiles. Por aquellos años, había un camino que unía las rancherías de Alhueycito y Capomones, hoy ya es imposible detectar por dónde iba esa rúa, pero sí es fácil observar una gran excavación, hecha para sacar material cuando estaban construyendo la carretera costera, en medio de estos dos asentamientos. Por allí se levantaban dos casas hechas de adobe, a escasos cien metros de la caseta de cobro de la Carretera Costera Mar de Cortez; éstas estaban deshabitadas y eso era lo que nos generaba más temor cuando solíamos pasar cerca de ese punto. Se había desparramado la versión de que se escuchaba el llanto de un niño detrás de esas viejas edificaciones. Mi padre me dijo un día que él ya las había oído, pero que no le había dado por buscarlos entre esos breñales. En esa ocasión le comenté que había escuchado que esos niños decían donde estaba el tesoro y que sería bueno arriesgarse, al fin y al cabo “¿qué te puede hacer un niño? Eso le dije. Mi padre se concretó a sonreír y no me dijo ninguna palabra más.

Pero en cierta ocasión que él se propuso “espantar” a unos amigos, decidió que sería en esas casas abandonadas en medio del monte. Mi padre sabía que todos los días regresaban de las labores agrícolas y por ese punto era un paso obligado que tenían que hacer. Tomó un gran bule para dar la apariencia de la cabeza y lo rellenó de borra de algodón, no sin antes hacerles algunos orificios, para que dieran la apariencia que tenía boca y ojos. La idea de mi progenitor era encenderlo en los momentos previos al momento que pasaran por enfrente de las casas y pudieran “ver” al diablo con los ojos rojos y lanzando fuego por la boca. Se fue al pardear y cuando andaba buscando el mejor punto para hacer su travesura, escuchó a sus espaldas con toda nitidez, el llanto del niño. La piel se le puso de gallina y agudizó sus sentidos, para cerciorarse de que aquel llanto no había sido creación de su propio cerebro. Volteó hacia el lugar donde creyó escuchar el chillido del niño y no observó nada. Pero cuando intentaba de nuevo armar el bule para darle forma al “espanto”, de nuevo se oyó el doloroso llanto, pero ahora más retirado de las casas abandonadas. Como mi padre no le tenía miedo a esas habladurías de la gente, se fajó bien los pantalones y caminó presuroso al lugar de donde salían los lastimosos gemidos. Se sorprendió al no captar ningún indicio de movimiento ni de sonidos guturales.

Volvió de nuevo el llanto, ahora se escuchaba un poco más retirado. Fue entonces cuando decidió montarse en la mula, para seguir a ese “niño” que lo estaba dejando muy atrás. Así anduvo por espacio de varios minutos; yendo y viniendo en los mismos lugares para ver a ese extraño niño que lloraba lastimosamente. La noche se estaba poniendo oscura y el monte se empezaba a iluminar con una luna esplendorosa. El lugar que hacía unos momentos se estaba anegando de oscuridad, dio paso a una brillantez plateada que permitía apreciar con suma claridad el escenario. Esa luz fue lo que realmente le ayudó para encontrarlo en medio de unos aguamales; la mula se puso algo inquieta dando pasos hacia atrás, a pesar de que mi padre le clavaba las espuelas, para que se aproximara al lugar donde yacía tirado el extraño niño.

Parecía como si el demonio se encontrara enfrente de ellos. Por fin la bestia logró aquietarse y fue cuando los ojos de mi progenitor no se les detectaba ningún parpadeo; no podía creer que un niño solo estuviera tirado entre el monte sin ninguna protección. Se bajó del animal y se abrió paso entre las espinas de esas plantas; tomó entre los brazos al pequeño sin importarle que se le clavaran las puntiagudas espinas de las aguamas y se subió con él a la bestia. Se lo acomodó sobre el brazo izquierdo, para aprovechar la brillantez que emitía el satélite natural. Fue allí cuando lo observó con mucho detenimiento; era un bebé celestial, hermoso, de sonrosada faz, los ojos eran de un azul transparente que daba la impresión de no mirar, el rostro sereno como el de esos niños que adornan algunos almanaques comerciales. Algo le decía que se fijara en sus labios, pues allí se detectaba algo fuera de lo común. Mientras revisaba con atención su boca, se preguntaba en voz alta, “¿qué desnaturalizada madre tiró a este niño para que se lo comieran los animales del monte?” El niño se puso atento, pues pareció escuchar las palabras dichas por mi padre y movió sus labios como queriendo sonreír sin abrir su boca. El alma de padre se le ablandó y no pudo resistir decirle unas palabras de cariño; “¡qué niñito tan hermoso me ha mandado el Señor del cielo!” Fue cuando el niño mostrando un rictus de alegría, fue mostrando una gran boca con una fea dentadura con grandes y afilados colmillos; le dijo, a la vez que con sus manos le señalaba la boca: “¡y también tengo dientes muy grandotes.”

Al decir esto, los ojos del pequeño cambiaron de azul a rojo intenso, y su boca se abrió aún más. Mi padre no soportó ningún momento más, aventó la criatura directamente al centro de ese espinero de donde lo había recogido, a la vez que picaba espuelas para indicarle a la mula, que por ningún motivo se quedara parada en ese lugar.

Días después mi padre “soltó la sopa” y me relató todito sin quitarle ni ponerle. Dijo también que en aquella noche no podía dormir, nada más de pensar en que tuvo al diablo entre sus propios brazos camuflajeado de duende y, más aún, haciéndole mimos para ganarse su confianza. También me comentó, que lamentó por varios días, no retirarse del lugar cuando la mula espantada no quería acercarse a ese lugar donde estaba el niño. Aunque ya le habían dicho; “las mulas miran diferente a los humanos, además de ver en la oscuridad, detectan cosas del demonio y todo eso del temible más allá”.

Desde ese suceso en el que el espantado resultó ser él, ya no pasa por ese lugar cuando reina la noche y mejor prefiere que sea a otro que le diga dónde está escondido ese bochinche lleno de oro.

Escritor y cronista

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