Nacional

SUBIR Y BAJAR: EL MÉXICO QUE AMO

Por domingo 30 de diciembre de 2018 Sin Comentarios

JUAN DIEGO GONZÁLEZ

Ciudad Obregón, Sonora, (Después de la Navidad de 2018). Salimos de Todos Santos un miércoles como la 1:00 pm. Un día antes estuve en Cabo San Lucas (BCS). El plan era subir y bajar. Subir por todo el brazo de las dos Bajas Californias, doblar la esquina de México en Tijuana y bajar por Sonora hasta llegar a territorio Yaqui.

Después de tres años, mi familia y yo decidimos pasar las navidades en Cócorit, con la familia más grande. Un viaje por carretera para cruzar por lugares desconocidos unos y otros, llenos de recuerdos para mí, recuerdos con olor a café.

Pasamos por La Paz, echamos tanque lleno y el letrero Ciudad Constitución nos indicaba el rumbo. Dejamos la brisa del mar y nos adentramos a una parte semiárida y luego a subir, una pequeña zona montañosa. Un letrero de “Bienvenidos a Comundú” nos recibió antes de llegar al valle que une Ciudad Insurgentes con Ciudad Constitución: Naranajas, maíz, dátil y otros cultivos bordeaban la carretera exactamente llamada Transpeninsular. Caía la tarde cuando nos enfilamos a Loreto. Subir, ahora más alto y unas curvas de revolver el estómago y unas cañadas profundas, corazón de oscuridad, vacío de piedras. Alrededor de las 8:00, un rumor de olas nos sorprendió. El Mar de Cortés nos daba un saludo y un mirador antes de entrar a Loreto nos obligó a detenernos. Aún de noche, el mar es espectacular y la brisa nos llenó de ánimos. Bordeando la costa llegamos a Mulegé a pernoctar.

Jueves, 7:05 salimos rumbo a Santa Rosalía, antiguo pueblo minero donde pasé muchos veranos de mi niñez, tierra de pan dulce con origen francés, pueblo de playas negras, como alfombra de obsidiana. Es la tierra de mis abuelos paternos (Consuelo y Francisco), ahí aprendí a jugar a las canicas y bailar el trompo, a moler café y comer tortillas de harina con queso de leche de chiva. Mi tata Pancho me contaba de tortugas gigantes, tan grandes que apenas entre cuatro hombres podían voltearlas antes de que regresarán al mar después del desove. Antes de Santa Rosalía, está san Bruno, una villa de pescadores, de playas blancas y pitahayas de tres colores: rojas, rosas y blancas. Todos los Romero son parientes míos: tíos, primos, sobrinos y sobrinas que no conozco todavía.

En Santa Rosalía paramos a tomarnos fotos de una capilla de acero, diseño original de Eiffel (sí, el mismo de la torre en París). Esta capilla es una construcción armable y fue un regalo de Eiffel a la ciudad de San Francisco, California. Sin embargo, el capitán del barco que llevaba la carga, después de perder el rumbo varias veces, debido al peso del metal, decidió bajar las cajas en este pueblo, junto con un panadero francés, para que leyera las instrucciones y ensamblarla, ordenó el encabritado capitán. Al cerrar la mina, el pueblo se vino abajo. Hay una mina nueva y la vida sopla en la comunidad otra vez.

Pan, dulce, café colado, respirando nostalgia, un recuerdo mordiendo mi costilla izquierda y la pupila con el reflejo de las arenas negras. Empezamos a subir, subir, subir, el desierto de Vizcaíno se abría pleno ante nuestros ojos, un desierto elevado, una carretera derechita, derechita. Casi tres horas sin señal de ningún tipo: internet, teléfono, sin postes de luz eléctrica, sólo arena. Ni una cachora, nada. Una belleza en sí misma, una soledad brillante, soleada, un cielo azul pálido y un aire puro, que te duele respirar de tan limpio.

Paramos en Guerrero Negro, la tierra de mi abuela Lupe (abuela paterna). Gasolina de nuevo y tacos de mariscos con prisa. Un mapa de la Baja en la pequeña taquería nos señalaba la ruta. Nos enfilamos de nuevo, un letrero nos daba la bienvenida a Baja California y por el retrovisor vi otro con “está usted dejando Baja California Sur, feliz viaje”. Bajamos un poco, como para tomar impulso, porque de pronto, las montañas azules se abrían en dos, cortadas por el cuchillo del asfalto. Y a subir. De pronto, en una curva, rocas inmensas, como si una tribu de gigantes hubiesen levantando una tumba para un guerrero caído. Y las moles de piedra, erguidas como murallas legendarias, atalayas de eras bíblicas. Dejamos el valle de los gigantes y bajamos a un poblado de agricultores, Rosario de abajo. La neblina nos anunciaba de nuevo el mar.

 

Seguimos hacia arriba del mapa. La noche nos hizo llegar a San Quintín. Las olas del Pacífico bordeaban la carretera. Llegamos a Ensenada alrededor de las 9:00. Pizza, cama y neblina, tremenda neblina. Como salimos temprano, no le dimos tiempo a la humedad que penetrara en los huesos. La carretera costera que lleva a Tijuana, logro de la ingeniería humana, es el marco ideal para la belleza del Pacífico, imposible de no admirar. Pasamos Rosarito, la nueva meca del Hollywood contemporáneo. Tomamos el boulevard 2000 para sacarle la vuelta a la mítica Tijuana.

Y a subir de nuevo, 1200 metros sobre el nivel del mar: La Rumorosa. Otra belleza en combinación con la ingeniería humana. ¿Cómo no admirar ese prodigio? Como dice Paz: al mirar el vacío, por un instante, el vacío te mira. Bajamos, bajamos, bajamos. Llegamos a Mexicali. En la gasolinera me recomendaron “Tacos el Paisa”. Uff, por favor, lector, parada obligatoria. Tacos de los buenos. Salimos, una carretera bordeada de algodón. Un letrero “Bienvenidos a Sonora” antes de llegar a San Luir Río Colorado, nos hizo sonreír. Después el desierto de Altar, territorio conocido. Luego la revisión en Sonoyta, más gasolina, un pan y café. Caborca nos recibió pardeando la tarde y parada obligada en Santa Ana. Baño, agua y rellenar el tanque. Pasamos Hermosillo entrada la noche y decidí dejar los recuerdos guardados en la guantera.

Llegamos a Guaymas, viernes por la noche. Dormimos en la casa de mis padres. Abrazos, besos, una que otra lágrima y mucha platica. En la mañana ceviche y después un poco de baraja, una tradición de mi familia cuando estamos con ellos. Mi madre y Claudia salieron de compras. Al regresar, nos enfilamos a Ciudad Obregón. Acá está la familia de mi mujer. Más abrazos y besos.

Respiro hondo antes de escribir esta crónica de viaje. Tanta belleza en esta parte de México, tanto contraste pegadito en este terruño: mar, cielo, desierto, valle, montaña, neblina, cañadas, arenas blancas, cafés, negras. Un paraíso salvaje habitado por norteños con un corazón bronco y generoso. Tanta belleza que la esperanza se agita en mi espíritu, una esperanza que me hace pensar en un 2019 diferente, con cosas nuevas por venir, cambios por hacer, porque este México vale la pena vivirlo. Lector que su propósito de año nuevo sea conocer esta patria que se “regala toda entera”.

* Autor, docente. Sonora/ BCS

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