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ENSENADA DE LOS MUERTOS: LA HERENCIA DE CORTÉS

Por viernes 30 de noviembre de 2018 Sin Comentarios

A nuestro parecer se debe creer que hay en esta tierra
tanto cuanto en aquella donde se dice haber llevado Salomón
el oro para el templo, mas como ha tan poco tiempo que en
ella entramos, no hemos podido ver más de hasta
cinco leguas de tierra adentro de la costa de la mar…
Hernán Cortés, Primera Carta de Relación, 1519

JUAN DIEGO GONZÁLEZ

¿Hasta dónde puede llegar un hombre llevado por su deseo de riqueza y afán de tener un lugar en la historia? Después de conquistar y destruir Tenochtitlán, Cortés con todas estas ideas de una isla habitada sólo por mujeres, llena de oro y piedras preciosas, se embarca de nuevo, ahora por el Océano Pacífico, rumbo al norte, a buscar la isla de las Californias. En 1535 llega a una pequeña bahía y por una razón desconocida hasta hoy en día, el conquistador decidió seguir más al norte para desembarcar al fin, en lo que hoy conocemos como Bahía de La Paz. Cortés la nombró Bahía de la Cruz.
Al descubrir lo españoles un gran manto de ostras perlíferas, la suerte quedó echada. La historia muestra que les no fue nada fácil la colonización de esta tierra de las Californias por dos motivos: los nativos y el clima desértico. Se aferraron, la riqueza era tentadora. Al agotarse las perlas, siguió la minería. Para el siglo XVIII se fundaron los Reales de Minas de San Antonio y de El Triunfo. Oro y Plata fueron extraídos en abundancia. Ahora que vivo en esta tierra –de verdad mágica- me he dedicado a recorrerla en la parte que me conecta directamente con mis antepasados, con mi sangre, con mis raíces ¿a la espera de algo? No lo sé. Mi esposa Claudia es mi cómplice en esta aventura hacia el pasado.
Mi padre -Diego González León- nació en San Antonio. Mi abuelo Toribio González, fue capataz en las minas de San Antonio, durante el segundo descubrimiento de oro y plata. Mi abuelo murió cuando mi padre tendría ¿qué, cinco o seis años? Mi familia paterna emigra a Guerrero Negro y después a Guaymas, donde nací. Los últimos años de la vida laboral de mi padre las pasó en La Paz, en un barco camaronero –mi padre es jefe de máquinas de embarcaciones pequeñas- y yo mismo, estuve en Pichilingue, el puerto de La Paz. Un domingo recorrimos el Malecón que intenta encerrar la belleza de esta bahía descubierta por Cortés. De regreso a Todos Santos, Claudia me dice: ¿Y si vamos a un lugar donde no hemos ido antes? No lo pienso mucho. ¿Qué rumbo? le digo. Se llama “Bahía de los sueños”. La miró de reojo para aclararle, así le pusieron para los turistas, su nombre es “Ensenada de los muertos”. Y para allá enfilamos. Es una bahía de agua azul, de aguas tranquilas.
Y como para recordarnos el origen del nombre, unos zopilotes esperaban en medio del camino. Nos bajamos del auto. El aire te acaricia el rostro y por unos momentos sabes que esa brisa viene del pasado, como si de pronto las naves de Cortés aparecieran en el horizonte otra vez. El ruido de un motor fuera de borda te devuelve al presente. Esta bahía fue despreciada por Cortés y esa decisión también cambió la historia de Baja California Sur. Durante casi dos siglos, la bahía tuvo muy poca actividad. Hasta que la minería le dio vida. Precisamente como es una ensenada, a los barcos de velas les resultaba relativamente fácil llegar –sin necesidad de puente- y subir o bajar mercancía con pequeñas canoas. La madera que usaban en los Reales de Minas de San Antonio y de El Triunfo, los desembarcaban aquí. Incluso hay relatos de transporte de ganado movido por este lugar. La ganadería es un tema importante, pero será motivo de otro artículo. A fines del siglo XIX, a un barco con la tripulación contagiada de una epidemia, se le negó el desembarco en La Paz y en su desesperación, llegaron a este lugar para bajar a los muertos, a los moribundos y a unos pobres marineros sanos para que los cuidaran. Todos murieron eventualmente. Ese es el origen de “Ensenada de los Muertos”.
Antes de que el sol se perdiera en la Sierra de la Laguna, nos enfilamos por el camino de arena blanca, finita, como polvo de estrellas. Y querido lector, si piensas que nos regresamos a Todos Santos, no fue así, nos devolvimos al pasado. El único camino era atravesar la sierra y pasar por San Antonio. Sí, la tierra de mis ancestros. Subir y bajar. Depende si vas o vienes. San Antonio es casi un pueblo fantasma. Las casas suntuosas de la época del oro y la plata, son ahora costillas del tiempo. Los cascos de un caballo te llegan como rumor a través del atardecer. Así que los González vienen de este terruño –pensé- mientras admiraba una torre de los antiguos hornos de aquel mineral.
¿Nos bajamos a preguntar? Dijo Claudia. Me quedé serio, demasiado. Uno descubre el peso de la historia que corre por sus venas, cuando vas al panteón donde –quizá- está sepultado el abuelo que no conociste, el abuelo que cargó con sus manos el oro buscado por Cortés. En la otra vuelta –alcancé a murmurar- y seguí el rumor de los cascos de aquel caballo, hasta que San Antonio se perdió en las montañas del tiempo otra vez. Pasamos El Triunfo y bajamos hasta entroncar con la carretera Transpeninsular. Llegamos anocheciendo a Todos Santos. Antes de dormir me prometí volver al pasado.

* Docente, autor, BCS/ Sonora

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