Nacional

SOMBRAS EN EL TEATRO DE LA REPÚBLICA

Por viernes 15 de julio de 2016 Sin Comentarios

Por: Andrés Garrido del Toral

Había dejado yo el deprimente edificio de departamentos ubicado en la calle Juárez –casi esquina con Morelos- y me enfilé hacia el sur, queriendo encontrar un taxi a las tres de la madrugada después de apurar unos alipuses con el poeta Federico de la Vega y la literata Diana Rodríguez. La vista de su acogedor departamento y la riqueza de su biblioteca llenaban mi espíritu de gozo cuando llegué a la esquina que señorea el viejo Teatro Iturbide. Contemplé con placer las gárgolas de la casona de la contra esquina y después dirigí mi mirada a la antigua casa de La Aduana, hoy Instituto de Estudios Constitucionales, para después sentarme a esperar el taxi frente a la banquita que da a la esquina chata del restaurante “Fin de Siglo”, dormitando mi temprana insuficiencia alcohólica hasta que después de un largo bostezo me quedé dormido. En eso estaba cuando sentí una mano en mi hombro, cosa rara por la hora que era y que yo no esperaba y pensé que a lo mejor era un cuico de la Guardia Municipal ¡Se trataba de un viejecillo con la piel transparente, pelo alborotado y barba blancos y ralos, de estatura baja, tras sus redondos lentes se adivinaban unos ojillos pequeños pero inteligentes, boca fina y delgada, orejas grandes, vestido con levita negra, de cuatro botones, sumamente descolorida y arrugada, como la piel del desaliñado anciano!. Lo primero que me dijo con su aguardentosa vocecilla fue: “No se espante compañero; soy Fidel, el Poeta Nacional, y vengo a platicarle sobre este Teatro que yo tuve la fortuna de conocer desde sus inicios”. Mi sorpresa no tuvo límites pero una vez que me calmé me dije: “ha de ser un loquito como muchos que pululan en Querétaro y al no tener parientes o amigos que les hagan caso me agarra a mí de confidente”.

Apoyado en su bastón me invitó a que lo siguiera frente al coso queretano y me explicó que en junio de 1853 vivió en esta ciudad exiliado por un tal “quince uñas” que mal gobernó el país en repetidas ocasiones y me ordenó cerrar los ojos para entrar al túnel del tiempo y encontrarnos a mediados del siglo XIX, con su engolada voz me empezó a contar: “El teatro de Iturbide es un monumento digno de la cultura de la sociedad queretana. El arquitecto que lo trazó (San Germán) supo aprovechar con tino la esquina de una de las calles de San Antonio y la Alhóndiga y suspendió en ella su fachada atrevida y correcta que descansa en un enlosado saliente que sustenta el alumbrado. Tres elevadas puertas, entre columnas, ofrecen la entrada del pórtico, en cuyo centro forman gradación óptica las puertas más pequeñas de los corredores interiores y del teatro. El teatro en lo interior es un remedo, una miniatura del gran teatro de Santa-Anna (alias el quince uñas), pero remedo y miniatura dirigido por una mano diestra. Forma el interior del teatro un semicírculo casi perfecto, lo cual impide que sean tan codiciados, como en otras partes, los asientos vecinos a la vez de los palcos y del foro. Las plateas y los palcos son elegantes, el cuadro que embellecen sus estucadas y esbeltas columnas permite percibir en conjunto delicioso la concurrencia; me pareció distinguir en las distancias de la altura de los palcos alguna incorrección pero maldita la fe que tengo en mis conocimientos arquitectónicos. El cielo del teatro coronado por la linternilla que llena el candil, es muy hermoso.

El blanco y oro de la pintura que reviste el teatro, el escarlata de los asientos del patio y, sobre todo, la luz que baña perfectamente el local infiltrándose por todas partes, presentando como más cercanos y en relieve saliente los objetos, da un aspecto de sociedad íntima al teatro, hace como más comunicativa la concurrencia, como más sensual y tibia la atmósfera del placer. En el cielo del teatro percibí con ternura los retratos o la intención al menos, y los nombres de varios poetas, algunos de ellos mis amigos: Alarcón y Mendoza, Calderón, Rodríguez, Gorostiza, ¡hermosos nombres! Astros de inteligencia, flores del alma, joyas de la patria. Verdaderos títulos de nobleza para los pueblos a quienes alumbra la libertad, la ley y la justicia. Nombres de remordimiento, acusaciones mudas y terribles para las sociedades degeneradas que abdican de rodillas su dignidad y su razón. El foro tiene poca extensión pero la entrada del proscenio es hermosísima, y presenta a los actores y a la escena con esa grandeza, con esa pintoresca ilusión que los embellece y de la que habla con tan mágico encanto Víctor Hugo. Revisado el local volvamos al pórtico, donde la concurrencia masculina espera animosa la llegada de las damas. En lo que se llama buen tono, en las ciudades de segundo orden como Querétaro, se marca visiblemente la imitación de la capital, aunque muchas veces afecten los propios imitadores su desdén o su aversión a las cosas de México. Hay una diferencia, que en la traducción de esos usos se exagera, se abulta siempre el tipo cortesano, resultando muchas veces cómico y como fuera de su lugar lo que es en la corte natural y sencillo.

El pórtico estaba alumbrado perfectamente, en su reducido espacio se veía el expendio de boletos, una cantina pequeña y una mesa con dulces a la entrada del teatro; los aduaneros teatrales recogían los boletos. Cerca de la entrada y marcando las sendas de ambas escaleras, formaban valla imperfecta los que podrían llamar los elegantes, esto es, dependientes de cajones de ropa, con cristina, guantes, bastoncillo de rigor y nudo de corbata tan exagerado que a lo lejos se creería que llevaban un Santo Cristo, pegado al cuello o un cuervo con las alas abiertas… Grupos de tenderos de abarrotes, de holgada bota, chaquetones amplios y sombreros tendidos, armando gresca con los paisanosy carcajeando con un andalucito que les cuenta primores de la tierra de María Santísima. Forman corrillo los propietarios en pequeño con sus capas de color de pasa o azules, zapato tapeado y chaqueta de lienzo, recurriendo impacientes a sus riquísimos relojes para ver las horas”.

Me atreví interrumpir al viejo Fidel de su largo monólogo para preguntarle si en ese Querétaro decimonónico había descerebrados golfos o machos de palenques o bravucones de cantina y su respuesta fue: “Arman zambra los calaveras, esto es, niños mimados de casas opulentas, que así colean en sus haciendas como gallean entre los tunos de México, que andan en riña eterna con el papá, que en sus reconciliaciones les apresta sendos tomines; unos van con descoco con su calzonera de paño y su chaleco de terciopelo, joyas en los dedos y el pecho y el sombrero de charro de todo punto; otros no; buscaban el refinamiento más exquisito; casaca negra de Lamana, pantalón de Urigüen, botas de Cabrisas, camisas con mancuernas de rubíes en el puño, el pañuelo blanco que huele a pachulí, y este personaje que rodea, lo escoltan otros elegantes, los de fracs raídos, pero tiesos, camisas burdas, pero de cuello doblado, en vez de fistol una chapeta de vidrio exagerada, en lugar del bastoncillo de puño de cornalina, una vara que remata en un muñeco de plomo, bizco, narigudo y disparatado. Este niño de casa grande, holgazán por lujo, insolente por educación, vicioso por ejercicio, este niño que en el colegio no supo jamás multiplicar dos por dos ni el abecedario, este niño que conducido a la hacienda garabateaba los rayadores y jugaba rayuela con los mayordomos, este niño protegido por la mamá, con su mesada rica, con su libertad plena, así se escabulle por la calle Buenos Aires y las pecaminosas calles de Santo Domingo, como hace desesperar a los burlote de la Flor Baja, y cuchichea a la francesa entre el buen tono, como se rompe una costilla en los famosos herraderos de La Llave o de La Gavia”. El anciano toma un respiro, mete la mano derecha en la bolsa externa de su vieja levita y saca una anforita de licor, me ofrece por educación y tras de dar un largo trago se dispone a hablarme de cómo eran los queretanos de mayor edad que los holgazanes descritos líneas arriba.

“Los empleados, señores formales, sin omitir jamás ni el título ni el signo de autoridad, se arreglan aparte; “Señor magistrado… Señor juez… “Todos hombres de talento y relaciones…Hay otros… personajes que se aíslan, que se enfardan en su capa, y entre la ancha falda del canteado sombrero y el emboce, dejan percibir un inmenso habano y espían a través del mundo… ése, no os acerquéis… ese es valiente. Mientras comienza la revista, los cócoras se divierten con la llegada al Teatro Iturbide de las actrices con sus criados, con los envoltorios de la ropa y algunas veces con los pedidos de útiles para la escena, confidencias que establece el cómico siempre con la gente de rumbo…” Una vez más interrumpo a Fidel y le pregunto por las mujeres queretanas y me dice con una mirada de diablillo:

“El buen tono femenino de Querétaro es delicioso y peregrino, es encantador, es la civilización fundiéndose, amoldándose a la finura, a la modestia, a la amable popularidad del carácter nacional, es el lirio en los jardines, pero con su modestia del valle, con las ingenuas tintas de su beldad nativa. Es la misma mexicana; pero que no advierte que pasa, que no manda que se la admire, que no ve al cielo, para si acaso permitir que la eleven una mirada o para dejar caer un saludo en su tránsito fugaz; esta señorita aparece y saluda, sonríe y marcha desembarazada, penetra al seno de su familia, busca con la mirada al pariente pobre que se llena de satisfacción de que lo reconozcan, ríe al pasar y no se ofende por la flor con que sembró su camino el viejo amigo de la casa…las más hermosas mujeres queretanas eran las propietarias de la hacienda de Callejas”. ¿Me puede describir nacos o payos de esa época don Fidel?. Entran de rondón los payos que en espectáculo son de lo más chusco, la señora con su tápalo amarillo y su inapeable túnico de holán a la espinilla, bucles y aretes; la chica con su gorro monstruo en cuya cavernosa oscuridad apenas se sospecha una carita infantil, el papá, ¡oh! el papá con su levita y sus presillas de capitán, llevando de la mano al retoño que empuña el paraguas con la importancia que un monigote indio la cruz alta. A la dama, precisamente, se le atora a la entrada el fleco del tápalo del botón de un renegado teniente de caballería, al chico se le desanudan las correas del zapato, tiende en el suelo el paraguas y quiere amarrarse, a la chica se le va a la espalda como el toldo de un birloche mal ajustado el gorro colosal”.

Divertido con la elegante, decimonónica y culta charla de Fidel me atrevo a decirle que en el Querétaro de finales del siglo XX y principios del XXI hay corrillos de adultos mayores holgazanes que se reúnen en corrillos cafeteros, que si eso sucedía también en el siglo XIX, a lo que me contestó tajante: “Un grupo de cócoras, compuesto de vejetes libertinos, oficiales de munición que dicen desvergüenzas en voz alta y llaman a un simple a su corrillo para preguntarle por sus hermanas; de esos que llevan no el pelo de la dehesa sino, algunos, la lepra de la cárcel, jóvenes perdidos, lenguaraces y valentones, sobrinos de curas, desechos de mayorazgos, hijos mayores de viuda arruinada, ésos propalan la crónica escandalosa, llena de calumnias, pero en la que se percibe el pueblo, por sus chismes y por la falsía infame con que suelen hacerse la guerra los parientes”. En un acto de arrogancia a las leyes físicas, el viejo me empuja a entrar al interior del coliseo, aprovechando el pesado sueño del viejo guardia en turno y me explica: “La vista del teatro concurrido, es un extremo agradable. Las plateas y los palcos primeros y segundos los ocupa y embellece lo más florido de la población; es un horizonte de gasas y flores, son collares de hermosuras que tienen sus encantos celestiales. Algunos palcos segundos, la galería y el patio eran únicamente lo característico. En esos palcos veíase, junto a la señora de chal y guantes, al pariente ranchero protegido y al chico con un mamón desmesurado en la mano formando una lluvia de migajas magnífica.

En la galería personajes económicos, pilmamas ladinas, zaraperos, tejedores y gente que sabe tirar un peso cuando se trata de gastar; comiendo sus tamales, pertrechados con pan y queso, volviéndose a besar una redoma; de entre ese conjunto, solía un faldero subversivo y un retoño azorado hacer uso de la prerrogativa divina de expresar en público sus sentimientos. En el patio muchos de los personajes descritos y que hemos visto en acción en el pórtico, comunican matices especiales al cuadro; los próceres junto a la orquesta con la demás gente notable, los viajeros de la diligencia en deshabillé, pero ostentando supremacía como que van o vienen de la corte, luego los elegantes tumbados casi boca arriba en sus asientos, como en México, poniendo sus pies en la banca opuesta, arrojando nubes de humos por la boca, viendo, mal digo, dignándose ver a un concurso que en su conciencia no lo merece. En varias direcciones lo payos echados para adelante, con las manos puestas en la rodillas, el cuello estirado, los hombros empinados, poniendo a su niño dos cojines y sosteniendo reyertas con los que no quieren al frente aquella verruga, o amoscado con la risa de los decentes”. Después de traducirme que los gabachos llamaban a México país de salvajes don Fidel me dijo que lo esperara, que iba a desaguar al sanitario, que no tardaba. ¡Todavía lo estuve esperando cerca de media hora y no lo encontré por ningún lado, solamente recogí del suelo una tarjetita de presentación que decía: “Guillermo Prieto, Ministro de Hacienda, Gobierno de la República”! Al salir del coso ya me estaba esperando el general Hidalgo Eddy sin helicóptero pero sí con una julia dispuesto a llevarme a la comisaría por faltas administrativas.

* Doctor en derecho y cronista de Querétaro.

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