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Lou Reed (1942-2013)

Por domingo 3 de noviembre de 2013 Sin Comentarios

Por Víctor Roura*

Lou-Reed1Ya desde 1967, en que hace su debut Velvet Underground, Lou Reed desafiaba, con sus letras, a la timorata sociedad estadounidense. Dos años antes, el incipiente grupo había deslumbrado al artista multimedia Andy Warhol quien, debido a su entusiasmo, produjo su primer disco con su diseño histórico del plátano hiperrealista que, en los cotizados elepés originales, se podía incluso pelar. “Desde su grabación, en la primavera de 1966, hasta la comercialización, un año después, el disco fue rechazado por innumerables discográficas, atemorizadas por las canciones, antítesis de los amables mensajes de amor y paz que surgían en la costa californiana –se apunta en la enciclopedia Estrellas del Rock, publicada por la editorial española Altaya–. Por el contrario, el escabroso tema de la droga sí estaba presente en canciones tan poco eufemísticas como ‘Heroin’ y ‘I’m wainting for the man’. Por último, MGM-Verve aceptó distribuir el disco, dando a conocer una obra cuyo principal inconveniente era adelantarse a su época, tanto en la concepción musical de John Cale como en la amoral visión de Lou Reed en las drogas, el sadomasoquismo y la fauna urbana en general”.

En su libro Atraviesa el fuego (Reservoir Books / Mondadori, 472 páginas, 2000), Reed reúne toda su escritura musical elaborada hasta ese último año del siglo XX, que consiste en 278 canciones congregadas en una treintena de discos, 19 de los cuales pertenecen a su carrera solista. “No sé adónde voy / Pero voy a intentar poseer un reinado / Porque eso me hace sentirme un hombre / Cuando me meto un cruce en la vena / He de decir que las cosas son muy distintas / Cuando me largo bien lejos / Y me siento el hijo de Jesucristo / Y me parece que ya no sé nada”. Dicha pieza, al igual que “Sister Ray”, del crucial 1968, son símbolos roqueros porque, con su crudeza literaria, cronicaban con exactitud los tiempos que se avecindaban, y avizoraban, en las urbes a espaldas de los enceguecidos vigilantes del orden establecido. Si hoy, a casi medio siglo de aquella magnífica revolución musical, ya los jóvenes, con la bondadosa autorización de los empresarios disqueros, se permiten un lenguaje obsceno y meticulosamente calculado para el éxito momentáneo, en mucho se lo deben, aun ignorándolo, a personas tales como el neoyorquino Lou Reed, nacido el 2 de marzo de 1942, con la radical diferencia, por supuesto, de que estos próceres no se entregaron desparpajadamente a los goznes de la esnobista maquinaria de la industria sino que cada actitud suya, cada nueva entrega discográfica, era realmente una aventura contestataria, un osado reto a los valores convencionales, un incalificable atrevimiento social.

Desde su primera adolescencia –leemos en la enciclopedia ya citada de Altaya–, Lou Reed encontró en la música una forma de expresión única, acorde con su ecléctica cultura. Para su familia de clase media, el rock & roll era una demoniaca influencia que sólo podía erradicarse con medidas drásticas, por lo que, cuando Lou contaba 18 años, lo llevaron a una clínica para someterlo a sesiones de electroshock” (amarga experiencia que cuenta, por cierto, en la canción “Kill your sons” de su álbum Sally Can’t Dance, de 1974). Fue un verdadero trauma para la familia Firbank (el nombre real de Reed es Louis Firbank) ver que su hijo, licenciado en filología inglesa, se introdujera a esa “espantosa” manifestación de Belcebú denominada rock and roll. Sobre todo, fue desquiciante mirarlo rodeado de esa extraña fauna que giraba en torno de ese albino homosexual llamado Andy Warhol (1928-1987). Por eso, al terminar intempestivamente (y a Dios gracias, rezaban sus padres) su etapa con el sorprendente grupo Velvet Underground, en 1970, Reed “se tomó un largo descanso sabático musical. Los cursillos de mecanografía que su madre le había hecho seguir pudieron amortizarse, ya que, hasta 1972, trabajó en una oficina”. Pero el chico siguió en las malas andadas: ahora, ya sin un grupo estable, Reed continuaría su carrera individual, que había quedado lamentablemente interrumpida por desacuerdos con ese otro excelso músico John Cale (1940), la otra pieza fundamental de Velvet Underground. Y es que ambos, acaso sin saberlo, ya habían puesto las primeras piedras para la fundación de un nuevo ensamblaje roquero, que ya venían construyendo, en otras áreas del yerto paraje artístico, asociaciones y personalidades como Pink Floyd, Bob Dylan, Led Zeppelin, David Bowie, Genesis, Leonard Cohen, Jimi Hendrix o Deep Purple, cada una con un diferente pero definido formato musical. Reed hablaba, con empeño y terquedad, de la otra cara de la metrópolis, la misma que se negaba a aceptar como suyo a ese caudaloso imperio que enviaba a sus hijos a la muerte en guerras tan estúpidas y sin sentido como las de Vietnam (Coppola, en su filme Apocalipsis now, nos muestra cómo, por un lado, se reprimía a la juventud por el consumo de estupefacientes, pero por ese otro lado hipócrita del poder se la estimulaba con ellos para otorgarle al joven soldado un valor que no tenía en los enfrentamientos bélicos).

Lou-Reed2Reed se consolidó como el narrador de los callejones oscuros. Impresionaban, e impresionan todavía, sus relatos al margen de las tradiciones y las costumbres del american way of life. En la canción “The gift”, del segundo álbum de Velvet Underground (White Light / White Heat, 1968), narra en mil 299 palabras la forma asombrosa del suicidio amoroso: Waldo Jeffers, separado ya dos meses de Marsha, no podía vivir sin ella y se envolvió él mismo como regalo para enviarse por correo a la dirección de su amada quien,viviendo con su amiga Sheila, ya había olvidado con prontitud a su ex novio para vivir un tórrido romance con un tal Bill. Al recibir la enorme caja de madera estucada, Marsha se sorprendió al ver que lo remitía Waldo (“¡ese pendejo”, dijo su amiga Sheila, ante la terrible expectación de Waldo que temblaba de la emoción adentro de la caja). Como no podían abrirla con facilidad, Sheila fue por un cutter y de inmediato, cuan larga y filosa era, la hundió con premura en la caja atravesando el cartón, atravesando el acolchamiento y clavándola justo en medio de la cabeza de Waldo Jeffers: la caja se abrió, entonces, provocando que se formara “una serie de pequeños arcos de color rojo y latieran en forma rítmica bajo el sol matinal”. Antes de Reed (y sólo acaso Dylan, que todas sus canciones son narrativas, más que líricas melódicas), ningún roquero había musicalizado, con aterrador acierto, un cuento breve, como tampoco nadie había narrado, con crudeza, las vivencias de los yonquis y los drogos.

Hoy, pese a que formaba ya parte del estatus del sistema (vueltas inesperadas que da la ruleta de la vida), y de anunciar incluso tarjetas de American Express en aparatosos comerciales, Reed –ya restablecido de sus adicciones, quizás aleccionado tardíamente por aquellos infructuosos electroshocks– era, singularidad inexplicable, aún una zona sagrada del rock no comercializado, que es decir del buen y añorado rock. Reed, con 71 años en sus espaldas, continúaba ofreciendo conciertos (su participación en el álbum homenaje a Peter Gabriel, novedad discográfica por estos días, es una aventura, como todas las que él hacía, laboriosamente experimental). Apenas se asomó a México en el año 2000 para presentar, en concierto, su disco Ecstasy, ciertamente una maravilla musical. Se fue de este mundo el domingo 27 de octubre luego de una convalecencia por la operación que le practicaron en su hígado destrozado, cirugía de la que finalmente no pudo recuperarse.

Reed es una de esas pocas personalidades que trascendieron del rock, como Bob Dylan, como Leonard Cohen, o Bruce Springsteen, o Neil Young, o Nick Cave, o Rom Waits, absolutamente distintos del canon artístico.

*Periodista y editor cultural.

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