Nacional

SAN ANTONIO DE JUÁREZ -Lupercio Manríquez y Manríquez- 1ª

Por domingo 4 de noviembre de 2012 Sin Comentarios

Por Miguel Ángel Avilés*

Ese pueblo de curvas y de cuestas habia de guardar para siempre en su memoria el legado de aquel hombre de perseverante hechura como lo fue Don Lupercio Manriquez y Manriquez. Desde la gasolinera que esta a la entrada se pueden ver unas calles apacibles que invitan a recorrerlas cuando uno pasa por ahi: son las calles de San Antonio. Un antiquisimo chacuaco humea a lo lejos. Una empinada cuesta te hace sentir un vaiven emocionante en el estomago. Los carros bajan su velocidad frente a una tienda de paredes viejas y carcomidas y le dan el pase a una vaca que camina lentamente sin inmutarse. El caserio te recibe en silencio. Aqui, donde estas ahora, vivio Don Lupercio Manriquez y Manriquez, un hombre de arraigo, enamorado de su pueblo, con escolaridad apenas la necesaria, sin mucha experiencia en los menesteres publicos pero eso si: enjundioso y terco como el solo cuando de alcanzar un proposito se trataba, sobre todo si era en beneficio de la tierra que lo vio nacer. Esa fama ganada a ley fue la que seguramente pondero el Presidente de la cabecera municipal para designarlo un dia como el nuevo delegado del meritito San Antonio, Lupercio acepto lleno de dicha y, emocionado, fue a contarselo a su familia, compuesta por dona Ubaldina y sus diez hijos varones, quienes contagiados por la euforia lanzaron vivas y dieron gracias a dios por hacerle justicia a tantos anos de esfuerzo del nuevo delegado. Manriquez, proximo a cumplir sesenta anos, asumio su nuevo encargo y en su primer dia de trabajo se puso sus mejores trapos, se relamio el cabello con una plasta de brillantina y con puntualidad inglesa, arribo al punto de la seis de la manana a la improvisada oficina, esa abandonada Conasupo a punto de venirse abajo, donde a partir del primer lunes de Septiembre despacharia.

Los habitantes de San Antonio estuvieron a la altura de tan distinguido nombramiento y el que no le dio palmadas en la espalda, lo fue a buscar a su casa para felicitarlo o para pedirle por adelantado que le acomodara a su hija en la primera oportunidad que tuviera.

Lupercio a nadie dejo sentido: al que no recibio en la calle, le brindo un minuto de su tiempo en la oficina. Agendo audiencias y escucho a cuanta gente pudo. Asi se paso las dos primeras semanas; muy tarde llegaba a su casa, solo para caer rendido en lo ancho de la cama. Sin embargo, no era para estar sentado detras de un improvisado escritorio compuesto por un destartalado comedor y un mantel que se trajo de su casa. El sabia que la chamba estaba afuera, por lo tanto se dispuso a gestionar todo cuanto fuera de provecho para los habitantes de San Antonio. Un dia le pidio a Ubaldina que le alistara la muda mas presentable, limpio sus botas de piel de becerro con jabon de calabaza, se atrinco el sombrero que tenia para ocasiones especiales, le encargo los pocos animales que tenia a su familia y se fue de raite para la capital. Llego a casa de una hermana, desayuno apurado unos huevos con machaca y se arranco a su cometido. Fue con el director de obras publicas y el senor le garantizo pavimento para una calle; se lanzo con la directora del DIF Municipal y le saco el envio de un grupo de voluntarias para cortarle gratis el pelo a los ninos y dar unas platicas sobre adicciones; le hizo guardia al del Centro de Salud y consiguió una bola de medicinas para abastecer a la cruz roja del pueblo; le terqueo al Director de la policia y este le dio en comodato un carro que se habia volcado meses antes y nadie lo habia reclamado, para que lo usara como patrulla en las escasas calles de San Antonio.

Antes de regresarse y por no dejar, abordo al coordinador de Cultura quien en alguna ocasion habia ido a San Antonio en representacion del Presidente Municipal y le explico la razon de su visita. El joven aquel, de incipiente barba, pantalones de tubo, camisa de rojas flores y delineada figura se le quedo viendo, le ofrecio agua y lo felicito por su esmero. Hablaron de la vez que fue para alla, le regalo un altero de folletos que no hallaba que hacer con ellos, le confeso que le apenaba mucho pero no contaba con suficiente presupuesto para apoyarlo pero vengaparaacá le dijo y casi de la mano lo llevo a un galeron donde se arrumbaba todo lo que se iba desechando. Lo que crea que pueda servir de algo, lléveselo, comento el coordinador de muy buena gana, al tiempo que abrazaba al viejo y juntos empezaron a sortear caballetes, botes de pintura, mantas, torsos de barro, pinceles, cartelones, libros apolillados, cuadros rotos, mamparas, bastidores y Lupercio echaba el ojo a todo lo que a su parecer pudiera serle util para la vida cultural de San Antonio. De pronto, clavo su vista en un rincon donde estaba una figura de gran tamano. Se aparto de su anfitrión y se acerco con curiosidad a ese mono polvoriento que yacia recostado en la pared. Es don Benito Juarez, le indico el joven quien ya estaba tras de el contagiado de alguna forma por la emocion de Manriquez. Estaba en un boulevard pero un tipo en una moto se lo llevó de corbata y nunca lo volvieron a poner. Aquí lleva como un año, termino de decir el mandamas de la cultura capitalina. Lupercio seguia viendo al benemerito sucio, lleno de polvo y mugre, casi intacto a no ser por la base arrancada de tajo por la moto y su nariz que se le habia quebrado en el camino cuando lo trajeron unos bruscos policias dias despues del accidente. ¿Lo quiere?, le pregunto el lozano funcionario, nomas por no dejar, pues ya para entonces lo llevaba arrastrando hacia la puerta, como si se tratara de un borracho.

Entre los dos lo subieron a la cajuela de la charanga que un dia antes le habia dado en comodato el director de la policia. Lupercio paso a despedirse de su hermana, se tremo al carro y no apaciguo la marcha hasta ver las cuestas de su querido San Antonio. Ubaldina y sus hijos lo vieron llegar y entre todos bajaron la reliquia para dejarla por lo pronto en el traspatio. En la cocina adyacente a su casa, le conto a detalle los beneficios conseguidos y ahi entre platica y comedera los sorprendio la noche. Al dia siguiente, muy temprano, cuando el sol empezaba aparecio por entre los cerros, fue por el Gilillo, reconocido por el pueblo como el mejor resanador de San Antonio. Lo trajo a su casa y luego de mostrarle al indio zapoteco, le pidio que se lo llevara para que, cuanto antes, le pusiera la nariz que le hacia falta y de paso le diera una pintadita a todo el mono. Manriquez por su parte, se avoco a informarle a la gente los logros obtenidos en la capital y anuncio, emocionado, que en unos días mas todos serian testigos de la colocacion de la primera estatua en el pueblo. San Antonio, mientras tanto, pronto se vio invadido por las cortadoras de pelo, por carros que transportaban material para el pavimento de la calle, por unos senores muy serios con bata blanca que hablaron ante una docena de gente sobre los males que acarrean las drogas. ”El

Gilillo” agarro la borrachera y no tenia para cuando terminar la mision encomendada. Lupercio, acompanado de cuatro de sus hijos, fue a su casa y lo increpo. El hombre, embrutecido, pretexto mil cosas: enfermo a su madre, culpo al clima, pidio mas dias y cuando ya se vio perdido, los corrio.

Don Lupercio, frenetico, observo que alla junto a unos botes de basura, tirado en un charco, estaba don Benito boca abajo, peor de sucio de como se lo habia entregado dias antes al resanador. Maldijo tanto descuido y entre el y sus chamacos sacaron a un Juarez batido en lodo, lo subieron a la cajuela de la ya funcional patrulla y, despues de ponerle un trapo rojo en la cabeza a guisa de precaucion, arrancaron indignados maldiciendo la antipatriotica “peda” del “Gilillo”. Lo trasladaron de nuevo a su casa, lo bajaron con sumo cuidado y otra vez don Benito fue a dar al patio. Manriquez no quiso perder mas tiempo y le pidio a su hijo que fuera por el vocalista del unico grupo musical de San Antonio que de vez en cuando trabajaba como ayudante de albanil. Le dijo lo que queria, trataron el precio y lo dejaron a solas con el de Guelatao, bajo la condicion de que no se le pagaria hasta ver terminado su trabajo. El “Rafa” fue a su casa por la herramienta, llego de paso a una ferreteria, compro yeso, estopa y cinco botes de pintura de spray y con la misma se regreso, sudoroso, a poner manos a la obra.

Lupercio y su familia llegaron vistiendo sus mejores prendas; La esposa del brazo de su marido y seguidos por todos sus hijos cruzaron la valla formada por la gente casi levitando de la emocion y se colocaron a un lado de la estatua. En cuanto detuvieron su andar, el “Rafa”, que ya había sido bien recompensado, hizo un ademan a su grupo y de inmediato sono una fanfarria que fue coronada con unos disparejos aplausos. Despues vinieron los cuchicheos y enseguida todas las miradas fueron a parar hasta donde estaba Manriquez. El viejo enderezo el cuerpo, miro a los oyentes y de la bolsa de su camisa saco una estampa de esas con las que tu y yo alguna vez cumplimos las tareas de la escuela y comenzo a deletrear con estridencia la biografia que venia al reverso: “Don Benito Juárez nació en el poblado de San Pablo Guelatao, perteneciente al Estado de Oaxaca, el 21 de Marzo de 1806. Sus padres fueron Marcelino Juárez y Brígida García, que eran de raza zapoteca y etc.” El resto de la gente permanecio callada guardando un ceremonial silencio. Tan presto don Lupercio dio fin a su lectura, metió la estampa a la bolsa de su pantalon y se dispuso a develar la magna obra. Tiro de la cubierta y, en un santiamen, ahí estaba ante todo San Antonio el gran Don Benito Juarez soportado por una base altisima que lo hacia verse gigantesco, imponente, inalcanzable. “Rafa”, quien aun traia esos pantalones de yute embarrados de cemento, habia logrado en aquella estatua, alguna vez lodosa y arrumbada, una reconstruccion de nariz, digna del mas excentrico galan de cine, pues ahora el Republicano la lucia respingadita, estilizada, envidiable, con un perfil castigador que jamas hubiera imaginado el oaxaqueno, el mismo que ahora frente a el gentio, se erguia fulgurante, gracias a ese color plateado que lo cubria de pies a cabeza como resultado de las multiples pasadas que le dio el Rafa con la pintura de spray.

Ese episodio quedaria grabado para siempre en la memoria colectiva de San Antonio. El pueblo todo es hora que aun evoca con anoranza heroica a don Lupercio Manriquez y Manriquez, ese hombre enjundioso y terco como ningún otro. Si llegases a pasar por San Antonio, detente un rato y pidele a cualquier viejo que te cuente a detalle la historia de esa estatua. Yo se que todavia lo recuerdan todo. Hasta el nombre de los perros que, con furia, noche tras noche le estuvieron ladrando al luminoso don Benito durante poquito mas de dos semanas.

*Abogado y escritor.

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