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Arqueología del municipio de Mazatlán, Sinaloa de Luis Alfonso Grave Tirado

Por domingo 15 de abril de 2012 Un comentario

Por Mauricio Garduño Ambriz*

Inicialmente nos gustaría resaltar como primer acierto el plan de exposición de la obra, dividida en tres grandes bloques temáticos. Por un lado, se presenta una revisión de la arqueología urbana de Mazatlán, presentando posteriormente un panorama general de la arqueología de la cuenca inferior del río Presido, de la que hasta el momento se dispone la mayor cantidad de información arqueológica para finalmente reseñar los datos recientemente recabados en la parte media y el somontano de la sierra, donde fueron registrados importantes conjuntos de petrograbados que desafortunadamente quedaron bajo el embalse de la Presa Picachos.

Arqueología dentro de la zona urbana y conurbada de Mazatlán

Entre el 2003 y el 2008 Alfonso Grave llevó a cabo diversas inspecciones y reconocimientos arqueológicos, así como algunos rescates dentro de la extensa mancha urbana de Mazatlán. De gran importancia dentro del recuento de las evidencias localizadas hacia el oriente de la ciudad, en el área conocida como El Conchi, es el inventario pormenorizado del material residual resultante de las actividades domésticas, es decir, de la basura desechada por sus pobladores -cerámica doméstica utilitaria, huesos de origen animal, conchas de diversos géneros, artefactos de molienda, utensilios manufacturados en obsidiana, etc.- a partir de la cual el arqueólogo reconstruye tanto los modos de vida como la organización social, así como aspectos relacionados con la paleodieta de estas poblaciones y con su diversificada economía regional, aspecto que las fuentes históricas más tempranas para la región del norte de Nayarit y sur de Sinaloa coinciden en señalar.

Cuenca inferior del río Presidio

Los trabajos arqueológicos efectuados por Alfonso Grave a partir de 1998 en la cuenca inferior del río Presidio han permitido registrar hasta el momento un total de 22 asentamientos de origen prehispánico. Estos hallazgos adquieren mayor relevancia si consideramos que a partir de estos trabajos ha sido posible documentar la progresiva destrucción de que han sido objeto las evidencias arqueológicas localizadas en la fértil planicie aluvial de uso agrícola, tendencia desafortunada que también se observa en las llanuras deltaicas de los principales sistemas fluviales de las tierras bajas noroccidentales de Nayarit.

Llama especial atención la estructura piramidal de 9 metros de altura que fue referida por Sauer y Brand (1932) en su trabajo pionero de reconocimiento arqueológico dentro del Rancho La Loma -que actualmente se encuentra totalmente arrasada-, edificación de uso ritual que seguramente funcionó como templo, al igual que la Loma de la Cruz, el montículo principal dedicado al culto solar en San Felipe Aztatán.

Los sondeos estratigráficos en sitios como “La Chicura” permitieron documentar una ocupación continua cuya ocupación inicial tuvo lugar por lo menos a partir del inicio de nuestra era, prolongándose de forma ininterrumpida hasta el momento del contacto, alrededor del 1530 d.C.

De particular interés para la arqueología regional resulta la descripción de los petrograbados del Cerro Zacanta, cuyos diseños de carácter simbólico -espirales, vulvas femeninas, falos y discos solares- hacen clara alusión a ritos propiciatorios de fertilidad probablemente vinculados con el ciclo agrícola.

Por otro lado, numerosos indicadores presentados en esta obra nos dan cuenta de la estrecha afinidad estilística, iconográfica y seguramente ideológica o religiosa que compartieron las poblaciones asentadas en las tierras bajas, entre la costa central de Nayarit (i.e., en la llanura deltaica de los ríos Santiago y San Pedro) y las que ocuparon las cuencas de los sistemas fluviales de los ríos Acaponeta, Baluarte y Presidio. En el caso de los petrograbados encontramos un extenso repertorio de diseños compartidos presentes en la mayor parte de los sitios fechados para el periodo Postclásico, específicamente vinculados con la ocupación Aztatlán (850/900-1350 d.C.).

Como sucede en la decoración de la cerámica de uso ritual distintiva de este complejo cultural, que exhibe complejos arreglos iconográficos codificados en patrones formales estandarizados, la mayor parte de los diseños ilustrados por Grave revelan la existencia de una verdadera convención iconográfica regional en la forma de representar sus símbolos, lo que en términos sociales requiere, a manera de premisa social, de la existencia de instituciones políticas centralizadas y de un aparato ideológico capaz de cohesionar socialmente a diversas comunidades.

En términos arquitectónicos, resulta por demás notable la monumental obra de acondicionamiento reportada por Grave para el sitio de “El Limonar”, ubicado en las estribaciones de la sierra, donde se construyó un enorme basamento cuadrangular de alrededor de 100 m. por lado. Obras similares de remodelación y acondicionamiento del espacio arquitectónico fueron llevadas a cabo en sitios costeros contemporáneos situados más al sur, concretamente en Chacalilla, Coamiles y Amapa, donde en este último caso también fue construido un enorme basamento sobre el que fueron desplantados sus principales edificios y templos.

A primera vista, nos gustaría mencionar que una diferencia sustancial entre el patrón de asentamiento regional observado para el norte de Nayarit y el sur de Sinaloa recaería en el hecho de que el bien documentado proceso de expansión de la población y colonización de nuevas áreas ecogeográficas y ecotonales que tuvo lugar entre el periodo que va del 750 al 1100 d.C., según los resultados de la prospección regional realizada por el autor, aparentemente tuvo lugar con anterioridad en el extremo meridional de la franja costera, ya que es durante la fase Amapa (500-750 d.C.) cuando observamos que la población de las tierras bajas coloniza y establece asentamientos fuera de las áreas agrícolas óptimas ubicadas en terrenos de humedad y en la proximidad de cursos permanentes de agua o de humedales. Asentamientos de esta fase aparecen no solamente en asociación directa a fértiles terrenos aluviales donde es posible practicar agricultura intensiva de humedad, sino colonizando zonas relativamente “marginales” desde el punto de vista edáfico, climático y topográfico, ocupando los sistemas de lomeríos asociados a arroyos estacionales donde se practicaba agricultura de temporal.

También es durante esta fase cuando se intensifica la ocupación en el piedemonte bajo de la sierra. Es durante el Postclásico Temprano (900-1200 d.C.) cuando aparecen las grandes capitales Aztatlán de las provincias costeras. Estos centros hegemónicos regionales –e.g., Chacalilla, Amapa, Coamiles y San Felipe Aztatán-, donde residían los segmentos sociales de élite y donde se llevaban a cabo los principales procesos económicos, sociales, políticos e ideológicos, se constituyeron como verdaderos núcleos de población proto-urbanos, cubriendo una superficie considerable de entre 120 y 150 hectáreas en su momento de mayor apogeo, congregando densas poblaciones.

La sierra y los petrograbados de la cortina de la Presa Picachos

El reconocimiento dentro del área de embalse de la Presa Picachos (2006) permitió identificar un total de 11 sitios arqueológicos, incluyendo un conjunto de gráfica rupestre que fue designado como Los grabados de la cortina o las Piedras preciosas. Sobresale dentro de este conglomerado de asentamientos el sitio El Debonal, donde fue localizada una extensa terraza de más de 100 m. de largo cuyo muro de contención alcanza en algunos puntos hasta 2 m. de altura. Hacia el este de este elemento fue localizado un “taste” o cancha para el juego de pelota, lo que denota la importancia de este emplazamiento dentro del patrón de asentamiento regional.

Notorio también resultó el hallazgo, en el Cañón del Burro, de un petrograbado en el que fueron cincelados los rostros de Tláloc, representaciones que se ajustaron a los cánones iconográficos estandarizados del horizonte-estilo distintivo del Postclásico Temprano mesoamericano. La identificación de símbolos relacionados con el planeta Venus -como el diseño en forma de estrella o caracol marino seccionado que fue representado en la Piedra del Mono- nos plantea sugerentes líneas de interpretación sobre la importancia y utilización del calendario ritual de carácter agrícola entre estas poblaciones, así como de los ritos propiciatorios de petición de lluvia.

Otra significativa asociación mencionada por el autor se refiere a la representación de vulvas, discos solares y falos en diversos petrograbados. A este respecto cabe señalar el reciente hallazgo, en el sitio somontano de Jesús María Corte del municipio de Tepic, de un complejo panel con petrograbados en el que fueron representados, muy al estilo códice Aztatlán del Postclásico, personajes descarnados cuyo cráneo facial apunta hacia el horizonte oriental. Precisamente en el extremo oeste del panel fueron representadas de manera recurrente y casi obsesiva numerosas vulvas femeninas, prácticamente idénticas a las ilustradas en la presente obra.

Desde nuestra óptica, el libro que aquí presentamos no solo cumple sobradamente con la divulgación de los resultados de las investigaciones arqueológicas recientes efectuadas en el municipio de Mazatlán, sino que lo hace de una forma ágil y amena, aunque sin menoscabo de la indispensable sistematización metodológica y técnica que los trabajos que nuestra disciplina demanda, poniendo de esta manera al alcance del público no especializado la bitácora de campo del arqueólogo, con sus vicisitudes, tropiezos y esmerados afanes por recuperar el pasado prehispánico regional.

Meritorio resulta también el haber reseñado el discreto pero relevante, y no menos veces mal entendido trabajo institucional, el quehacer cotidiano que el INAH realiza en favor de la defensa del patrimonio cultural de la nación. No se requiere de estereotipos anglosajones con sombreros de ala ancha o portando elaborados sarakofs, ni manejar lujosas camionetas 4 x 4 de las llamadas “all terrain” a través de senderos estrechos en medio de tormentas tropicales para reclamar nuestra pertenencia a la élite ilustrada de los arqueólogos que iluminan el camino del conocimiento hacia el pasado. Se requiere de gente profesional, comprometida con su identidad regional y con la recuperación de su memoria colectiva, como sobradamente cubre con el perfil nuestro colega y amigo el Dr. Alfonso Grave.

*Arqueólogo/Centro INAH-Nayarit.

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Un Comentario

  • Manuel dice:

    Es maravilloso saber que en México, haya aún personas que se dedican de manera productiva a hacernos sentir orgullosos de nuestras raíces, bien por los investigadores y arqueólogos del INAH que dedican sus vidas a conservar, estudiar y acrecentar nuestro acervo cultural y como bien dice el Arquélogo Mauricio Garduño; defender el patrimonio cultural de nuestra nación.
    Felicidades al Dr. Grave y al Arqueólogo Garduño!!!!!!

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