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Del genocidio a la intolerancia

Por domingo 7 de agosto de 2011 3 Comentarios

Por Iván Escoto Mora*

Del genocidio producido por el Tercer Reich alemán han pasado más de sesen­ta años, sin embargo, es mucho lo que hoy tendría que decirse por una simple razón: La intolerancia que llevó a un régimen político a tomar la decisión de eliminar a millones de personas pertenecientes a grupos mi­noritarios específicos (judíos, gitanos, homosexuales, presos políticos, testi­gos de Jehová, etc.), es la misma intole­rancia que se aprecia en la modernidad. La violencia que ejerce un grupo sobre otro, una sociedad sobre otra, un indivi­duo sobre sus congéneres, es la misma una y otra vez.

Dos casos relevantes de nuestros días son los de David Kato y Octavio Ro­mero.

David Kato nació en Uganda en 1964. Educador y luchador por los dere­chos de la diversidad sexual, miembro de la organización denominada “Sexual Minorities Uganda”, levantó su voz en contra del grupo de parlamentarios que en su país, encabezados por David Bahati, pretendían legalizar la pena de muerte para los homosexuales, en un intento por recrudecer las ya de por sí inaceptables penas establecidas en Uganda, donde actualmente ser homo­sexual es un delito que implica la priva­ción de la libertad.

David Kato denunció la violencia de estado que se repite sin rupturas en todas las épocas. Paolo Zanotti, en su libro “Gay. La identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich” señala que durante el régimen nazi, entre cien mil y cincuenta mil homosexuales fueron arrestados durante el lapso que va de 1933 a 1945, de ellos, entre diez mil y quince mil fueron ejecutados en cam­pos de concentración. Un número qui­zá inferior al que registra el exterminio de otras minorías, pero igualmente gra­ve e injustamente olvidado.

Kato fue asediado por el odio ali­mentado desde el poder formal e infor­mal. En una publicación “periodística” ugandesa de corte ultra conservador se difundió su fotografía y coordenadas de ubicación, además, se invitaba a los lectores a que ultimaran al activista.

El 26 de enero de 2011, Kato fue atacado en su casa, murió mientras era trasladado al hospital. La versión oficial indica que fue víctima de un robo.

Octavio Romero, argentino, hom­bre de cultura, profesor universitario y traductor del portugués, fue hallado muerto en una playa ubicada en la lo­calidad de Olivos. De 33 años de edad se desempeñaba en la prefectura na­val con el carácter de suboficial. Un día anunció su enlace matrimonial con Ga­briel, de quien era pareja desde hacía varios años. Octavio Romero fue encon­trado sin vida en la playa, con marcas de violencia sobre el cuerpo y contusiones en la cabeza, frente y nuca.
En diciembre de 2009, dentro de una conferencia celebrada en Naciones Unidas, David Kato señaló que, aun cuando el proyecto de ley anti-homosexual propuesto en Uganda no fuera aprobado, el odio creciente en la sociedad, impulsado por el estado desde sus modelos de intolerancia, seguiría alimentando la avalancha de violencia contra todo aquello que saliera de los márgenes del modelo de vida impuesto desde la cerrazón. Finalmente las reformas legales no fueron aprobadas en Uganda. Por otro lado, las muertes generadas por el odio siguen siendo una constante en muchos puntos de la tierra.

En julio de 2007 la República Argentina aprobó la ley que reconoce los matrimonios homosexuales en todo el país sudamericano, convirtiéndose así en la primera nación lati­noamérica en adoptar una legislación de ese tipo, con vali­dez federal. Sin embargo hoy, la muerte de Octavio Romero es un hecho incontestable, un misterio no resuelto.

La violencia se ejerce a pesar de las leyes y aún por en­cima de ellas. La “maldad”, como la incomprensión, es un ele­mento tristemente vigente en las categorías morales consti­tutivas de la naturaleza humana.

Quién decide lo que es aceptable o reprobable, lo que merece ser entendido o debe mejor dejarse en los baúles del olvido. Paolo Zanotti señala que: “no se intenta eliminar algo porque es impuro, sino que algo llega a ser impuro porque se ha decidido eliminarlo”. ¿Qué razones fundan esas decisio­nes en los gobiernos y en las sociedades? ¿Cuántas miserias dejarían de existir al reconocer la existencia como una expre­sión de la unidad en lo múltiple?

Oscar Wilde, al ser cuestionado en juicio sobre el “amor que no osa decir su nombre”, señala que ese amor es: “tal como lo hubo entre David y Jonatán, tal como Platón lo situó en el centro de su filosofía y tal como se encuen­tra en los sonetos de Miguel Ángel y Shakespeare. Es ese profundo afecto espiritual, que es tan puro como perfecto, quien dicta y permea las grandes obras de arte”. Ese profun­do afecto espiritual es quizá lo que la humanidad requie­ra para, algún día, extirpar los odios que tanta sangre han abonado a su cuenta.

Lao Tsé afirma: “Él que conoce a los demás es inteligen­te, él que se conoce a sí mismo es iluminado”. Deberíamos agregar que: en eso que constituye al conjunto del género humano, nos hallamos todos; destruirlo, es destruirnos, co­nocerlo, es conocernos.

*Abogado y filósofo/UNAM.

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