Nacional

Pedro Torrecillas

Por domingo 24 de julio de 2011 Sin Comentarios

Por Nicolás Avilés González*

Siempre me sorprendió la facilidad que lucía este hombre viejo, chaparrón, de vientre abultado, barba hirsuta y pierna acortada. Me sorprendía la facilidad para apearse del burro.

Su oficio, cobrador de impuestos municipales a los comerciantes móviles y de aquí, la necesidad del jumento que lo desplazaba con todo y su enorme hu­manidad por todo el pueblo localizando ambulantes. A los que don Evaristo el policía por su edad avanza­da, no lograba darles alcance.

Cómo recordarlo sin su burro, ¡imposible! Confieso que me evocaba la misma impresión que ocasionaban en los aztecas los conquistadores españoles al consi­derarlos uno solo, o sea pegado caballo y jinete.

Creo que un tiempo llegué a concebirlo igual; Pedro Torrecillas y el pollino una sola pieza, con el transcurrir de los años, al verle bajar y subir de el me di cuenta que eran separados.

No podía ser de otro modo ya que este nuevo Sancho Panza de mi pueblo estaba lisiado, sí, su pierna derecha estaba acortada y, lo era tanto que al er­guirse formaba casi un ángulo recto con respecto a su tronco. Imposible sin el animal, el problema era tanto que le limitaba la marcha, seguramente el desnivel era como de veinte centímetros del suelo y por lo mismo, al desplazarse originaba una mecánica grotesca. Al hacerlo doblaba el tronco hacia delante mientras que al mismo tiempo elevaba la nalga izquierda. Y así su caminar era un sube y baja, lento, pesado y dificultoso.

Para avanzar apoyaba ambas manos sobre el muslo de su pierna enferma para hacerlo. Aunque esto de la pierna debería ser una limitante, lo anterior no lo inhabilitaba para subir y apearse del burro cuantas veces le era necesario, eso era justamente lo que me sorprendía cuando pequeño.

Confieso que cuando niño, al mirarlo a lo lejos enfundado en su caqui, distinguía su enorme cara de piel irregular y peluda, en la cual resaltaba su sonrisa enigmática que traslucía casquillos de oro que enfundaban varias de sus piezas dentales que lucían siem­pre sucios, por todo lo anterior me daba miedo.

Temor que nunca estuvo justificado ya que era un hombre sereno, serio y muy cumplidor de su come­tido y, así cabalgaba por las polvorientas calles del pueblo. Creo que buscaba algo más que ambulantes, buscaba a su inseparable don Quijote, nuestro fiel Sancho Panza.

*Docente Facultad de Medicina / UAS.

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