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Entre el realismo y el surrealismo y viceversa

Por domingo 26 de junio de 2011 Sin Comentarios

Por Faustino López Osuna*

Como es sabido, al realismo se lo define como “acción de contemplar la realidad tal y como es y obrar según sus dictados”, o como “tendencia de ciertos escritores y artistas que representan la naturaleza sin ninguna idealidad”. Al surrealismo, por el contrario, se le considera como “esfuerzo para sobrepasar lo real, por medio de lo imaginario y lo irracional”. También como “movimiento literario y artístico que intenta expresar el pensamiento puro con exclusión de toda lógica o preocupación moral y estética”.

Lo anterior viene a colación, porque al estar leyendo la más reciente novela de Elena Poniatowska, Leonora, hay un párrafo en el que se asienta que Max Ernst convirtió en su credo la frase del llamado Conde de Lautréamont: “Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”.

Si disección es acción de disecar, es tan absurdo imaginar una máquina de coser en la plancha para cadáveres de una clase de anatomía, como observar un cadáver en la mesa de reparaciones de un taller mecánico. Tal es la propuesta surrealista.

Y si agregamos la noticia de que, no hace mucho, en la cultura occidental judeocristiana la disección del cuerpo humano fue considerada largo tiempo como un sacrilegio, se comprenderá porqué, enseguida de la primera revolución industrial, en Inglaterra, los obreros arremetieron a palos, en las fábricas, contra las máquinas industriales que, al realizar múltiples funciones, dejaban en el desempleo a infinidad de trabajadores, por lo que las consideraban una invención infernal. Y no faltarán los que consideren la acción desesperada de los primeros desempleados de entonces, como un acto de involuntario surrealismo. En mi época estudiantil en la Escuela Superior de Economía, asistía al cine club del Politécnico, en el auditorio de la Escuela Superior de Medicina, ubicada frente al famoso Casco de Santo Tomás, a media cuadra del Canal 11 del propio Instituto. Las funciones eran temprano, casi al oscurecer.

En cierta ocasión, habiendo llegado con mucha anticipación, entré a la escuela y me dio por deambular por los amplios pasillos. Subí al primer piso y, aunque fui cayendo en cuenta de que no veía alumnos ni maestros ni personal administrativo por ninguna parte, me asomé en más de un salón de clases, muy distintos a los nuestros, en semicírculos, formando como una pera o embudo, con sus butacas en desnivel que rematan en un foro para los profesores.

Y ocurrió que, yendo de salida, decidí entrar a lo que aparentaba ser otro salón de clases, con un muro ciego que, al cruzarlo, quedaba uno a mitad de una amplísima sala. Y he ahí que me llevé la más impactante sorpresa jamás imaginada: de golpe me encontré en medio de un centenar de cadáveres en perfecto orden, acostados sobre sus respectivas planchas. El hecho en sí mismo no era repulsivo, salvo el penetrante olor a formol.

Velozmente miré en todas direcciones, en medio del silencio congelado de sus alveolos pulmonares. El cuadro dantesco parecía haber surgido, a la escala de un inmenso mural, de la ´Lección de anatomía´ del genio holandés Harmenszoon Rembrandt. Las esculturas sin vida, con la blanca palidez del mármol jamás concebido, eran más perfectas que todas las del francés Augusto Rodin. Y la cuestión no era qué hacían esos cadáveres reales suspendidos en una atmósfera surrealista, sino qué hacía yo, ahí, en ese surrealismo real.

Este alucinante recuerdo volvió a mí, al leer el párrafo transcrito de Poniatowska, en su hermosa novela sobre Leonora Carrington, la más importante pintora surrealista, de origen irlandés, quien, vivien do la más turbulenta historia de amor con el pintor Max Ernst, en Francia, se sumergió en el torbellino del surrealismo, codeándose en París con Salvador Dalí, Marcel Duchamp, Joan Miró, André Breton y Pablo Picasso. La Carrignton, haciendo vida con Max, enloqueció cuando éste fue enviado a un campo de concentración nazi. A ella se la confinó en un manicomio de Santander, del que escapó y, con ayuda de Peggy Guggenheim, conquistó con su arte Nueva York. Finalmente, se instaló en México casándose con el poeta y periodista Renato Leduc.

Los personajes de la vida real citados por Poniatowska al escribir Leonora, de la mano del Pequeño Larousse, son: Max Ernst, pintor alemán, naturalizado francés (1891-1976), que participó en los movimientos dadaísta y surrealista. Isidore Ducasse, llamado el Conde Lautréamont, escritor francés (1846-1870), considerado como precursor del surrealismo gracias a sus “Cantos de Maldoror”.

Recientemente, el periódico La Voz del Norte, de Mocorito, cumplió su primer año de existencia. Con ese motivo, los directivos contemplaban la asistencia, como invitada de lujo, de Elena Poniatowka, para que disertara sobre la cultura contemporánea de México. Y se me encargó que hiciera contacto con la distinguida escritora. Lamentablemente, cuando intenté conversar con ella, la persona que contestó el teléfono me informó que en ese momento ella no podía hablar. Luego me enteré, con pena, que le acababan de informar que había fallecido Leonora Carrignton, noticia triste que había devastado a la célebre autora de “La Noche de Tlatelolco”. Y se decidió respetar su luto.

La realidad se comportaba, una vez más, como lo viene haciendo desde el origen de los tiempos, de manera por demás surrealista.

*Economista y compositor

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