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Sucedió en Nayarit

Por domingo 17 de abril de 2011 Sin Comentarios

Por Faustino López Osuna*

Al terminar en 1980 el sexenio de Alfonso G. Calderón, terminó también mi trabajo como director de desa­rrollo integral de la comunidad rural del estado de Si­naloa, Dicres. Mientras encontraba un nuevo empleo, dediqué algunos meses para atender los pendientes personales poster­gados: visitar a mi hermana Waldina en Cholula, localizar en la ciudad de México a Jesús Monárrez para “montar” con guitarra algunas de mis canciones y llevarlas a editoras, entre otras ac­tividades. Así que en 1981 recorrí, no recuerdo cuántas veces, la distancia de Culiacán al Distrito Federal y Puebla.

Como si fuera trailero, conocí palmo a palmo la carretera también llamada México-Nogales, en un Le Barón que adquirí en la capital del estado para pagar en dos años. Como tenía todo el tiempo para mí, igual manejaba de día que de noche y me gustaba per­noctar donde me sorprendía el oscu­recer, ya fuera en Guadalajara o en Tepic. Viniendo de allá, saliendo muy de mañana, a veces paraba a desayunar en Tequila. Acom­pañado siempre de una microgra­badora, componía melodías durante el trayecto. Aún no había autopista.

Si me tocaba viajar en domingo, se me hizo costum­bre detenerme a desayunar menu­do en el primer pueblo que encon­traba. Ya sabía que el estilo Jalisco, era rojo, con epazote y sin granos de maíz. En Tepic era como el de Sinaloa, pero ahí le agregan el bofe. En cambio, ahí mismo, existía un restaurante con pancita, estilo Oaxaca: blanco e igualmente sin maíz.

Cuando viajaba de noche, sintonizaba en el radio las es­taciones locales por donde iba pasando. Eran muy similares. Alguien me había dicho que formaban parte de cadenas de radiodifusoras de ciertos consorcios y algunas las programa­ban en Guadalajara, por ejemplo, para toda la costa del Pací­fico o para el Bajío. Pero en cierta ocasión, cruzando territorio michoacano, tuve la agradable suerte de sintonizar una esta­ción de radio muy singular que se identificaba usando lo que llaman una “cortinilla” con trozos de las hermosas melodías del cancionero mexicano: No hagas llorar a esa mujer, Varita de nardo, entre otras. Una grabación decía: “Escucha Usted Radio XEZ, que transmite desde La Piedad Cabadas, tierra de Joaquín Pardavé”. Así fui escuchando aquellas obras inmorta­les, hasta perderse la señal cerca de Celaya. Del mismo modo supe de donde era originario Pardavé, el enorme actor del cine nacional e inspirado compositor.

Me viene a la memoria que, en una ocasión, habiendo sa­lido de Culiacán hacia la media noche, me sorprendió el ama­necer cerca de la ciudad de Amado Nervo. De pronto descubrí una casita sola, a la que jamás le había puesto atención, con un anuncio de letras irregulares en un sencillo cartón: “Res­taurán”. Frené mi coche, automático, con sus poderosos ocho cilindros y me estacioné paralelo a la casita. Al bajarme, que­dé ante un imponente paisaje que se agigantaba a medida que crecía la claridad del día.

Me introduje en la salita comedor, di los buenos días a una mujer robusta, de apariencia humilde y de aproximadamente cincuenta años de edad, preguntándole si tenía café. “Sí”, me contestó. Y de las hornillas con leña, de la cocina me llevó una taza con agua hirviendo para Nescafé. Me dijo que de desayu­no tenía huevos y bistec ranchero. Le pedí huevos estrellados. Antes de prepararlos me percaté que se puso a hacer tortillas en el comal. En eso, de un coche que se paró a lo mismo que yo, bajaron tres personas. Luego, de otro, dos clientes más. La señora le dijo a un niño que estaba en la cocina, que le fuera a avisar rá­pidamente a una vecina, para que viniera a ayudarla. “Córrele”, le apuró.

El caso es que no terminaba de ofrecerles café a los recién llegados y de servirme a mí, cuando entraron otros cuatro via­jeros, sentándose en la última de las cuatro pequeñas mesas que había, con sillas de plás­tico.

Llegó una mu­chacha, que era la que se había mandado llamar y de inmediato nos atendieron a todos.

Yo iba a la ciudad de México. Los demás, no sé, pero lleva­ban la misma dirección al sur. Rescato de la memoria que nin­guno intercambiamos palabra alguna entre nosotros, como sucede en las terminales de autobuses, tan concurridas y tan incomunicadas, pese a que posiblemente sólo estaremos ahí reunidos por una sola vez en la vida.

Cuando terminé de desayunar, aguardé a que pasara la señora para pedirle la cuenta. ¿Me dice cuánto le debo, por favor?, le pregunté. Y nunca esperé la respuesta que me dio:

“¿Cómo te voy a cobrar, hijo, si tú me trajiste la suerte? No es nada. Que te vaya bien y que Dios te bendiga”.

Seguí yendo y viniendo a la capital azteca y tal vez por tocarme pasar de noche por ahí, nunca volví a detenerme a almorzar en aquél paraje. Luego se inauguró la autopista que desvió el tráfico para siempre y jamás utilicé la carretera fe­deral.

De aquello ya transcurrieron 40 años. Cuando estoy es­cribiendo sobre su recuerdo, pienso que ya no ha de vivir la buena mujer nayarita que en aquella ocasión me alimentó gratuitamente y me encomendó a Dios. Ojalá haya tenido la buena suerte que me deseó a mí.

*Economista y compositor

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