Nacional

Sucedió en la ciudad de Durango

Por domingo 30 de enero de 2011 Sin Comentarios

Por Faustino López Osuna*

Durante tres años, de 1975 a 1977, fui delegado regio­nal del Infonavit en Sinaloa, Baja California Sur y Du­rango. Cada mes acudía a las reuniones de las comi­siones consultivas regionales tripartitas. En Baja California y Durango asistían a las mismas, personalmente, por el sector gobierno, los propios gobernadores: Ángel César Mendoza Arámburo y Héctor Mayagoitia Domínguez, respectivamen­te.

En la tierra de los alacranes se daba el caso de que el go­bernador había sido director general del Instituto Politécnico Nacional y, al ubicarme como economista politécnico, me trataba con gran deferencia y su gobierno apoyaba esmera­damente los programas del instituto. Otro factor no menos importante lo constituía el hecho de que uno de los tres sub­directores del Infonavit era un distinguido duranguense: el licenciado Miguel González Avelar, subdirector jurídico.

El licenciado González Avelar, destacado escritor, aboga­do y político mexicano, nacido el 19 de marzo de 1937 en Vic­toria de Durango, fue el único funcionario del Instituto que me felicitó por escrito por mi nombramiento como delegado, expedido por el licenciado Jesús Silva-Herzog Flores. Otro tanto hizo el licenciado Julio Millán, del sector empresarial. El licenciado González Avelar, siempre que me veía me tra­taba con sencillez y me pedía que no dejara de promover la mayor inversión en su estado. Aparte de ser una fina persona, a mí me simpatizó desde que lo conocí porque yo sabía que él apoyaba a los sinaloenses. Tenía, como su brazo derecho, al doctor Gonzalo Armienta Calderón, en contratos a nivel nacional. Un reconocido especialista en la materia. Éste, a su vez, encabezaba una terna de brillantes colaboradores de Sinaloa, entre los que figuraban Ernesto Cebreros Murillo y Francisco Frías Castro.

Durante los tres años de delegado, en mis visitas a las se­siones de la comisión mencionada y a firmar miles de hojas de protocolos y de escrituras de cientos de créditos y viviendas asignadas a los trabajadores de Durango, siempre me hospedé en un pequeño hotel colonial, propiedad de una hermana del licenciado Miguel González Avelar, en el centro de la ciudad, contra esquina de catedral, con vista al parque histórico. Edifi­cado todo de cantera gris con una planta alta, muros de aproxi­madamente 50 centímetros de ancho y corredores que daban a un patio interior con una pequeña fuente, aparte de econó­mico y tener un excelente servicio de restaurante, dicho hotel familiar resultaba cómodo, pues se ubicaba a corta distancia de las oficinas del Infonavit, a las que podía ir caminando.

Terminó el sexenio de Luis Echeverría Álvarez y vino el de José López Portillo. Salió del Infonvit su primer director, Jesús Silva-Herzog Flores y entró José Campillo Sáinz. Con Campillo salimos también todos los sinaloenses fundado­res del Instituto. Cada quien siguió sirviendo, con su espe­cialidad, en la administración pública. El doctor Armienta Calderón ocupó, entre otros cargos, el de oficial mayor de la Secretaría de la Reforma Agraria; posteriormente, el de secre­tario general de gobierno de Sinaloa. Cebreros Murillo, desta­có como rector de la Universidad de Occidente. Frías Castro, fue secretario de la Secretaría de Educación Pública y Cultura, secretario general de gobierno del Estado y diputado federal.

El licenciado Miguel González Avelar, fue electo diputado federal y senador, por el estado de Durango. Durante el se­gundo cargo, de 1982 a 1985 fue presidente del senado de la República. En 1985 Miguel de la Madrid lo nombró titular de la Secretaría de Educación Pública y en 1987 fue mencionado entre los 6 precandidatos a la presidencia de México. De 1971 a 1984, publicó cinco libros, destacando, por su originalidad, Palíndromas, uno de los más inteligentes juegos de la inteli­gencia, con el idioma.

En tanto que, yo, fui nombrado director de Desarrollo In­tegral de la Comunidad Rural del Estado de Sinaloa, delegado del Instituto Nacional del Consumidor en La Paz, secretario particular de subsecretario de estado en la Secretaría de Pes­ca y director del Centro de Estudios Tecnológicos, Industrial y de Servicios 127, Cetis, en Mazatlán.

Estando en este cargo, dependiente de la Secretaria de Educación Pública, en 1999 recibí instrucciones para trasla­darme a la ciudad de Durango a hacer contacto con quien me relevaría, después de siete años, en la dirección del Cetis. Me hospedé en un antiguo hotel, casi enfrente del teatro de la ciudad, a dos cuadras de catedral. Después de desayunar, haciendo tiempo, me encaminé al parque a buscar quien me lustrara el calzado. Encontré a un viejo bolero junto al quios­co. Mientras me cepillaba los zapatos, enfrente, hacia mi de­recha, descubrí que el que fuera el hotel donde tantas veces me hospedé 20 años atrás, había desaparecido y, en su lugar, en la misma esquina, se alzaba una flamante sucursal de Ba­namex, con enormes cristales, de arquitectura moderna.

Sobreponiéndome a la nostalgia que me produjeron los recuerdos de aquellos días perdidos para siempre, le pregunté al bolero desde cuándo había desaparecido el hotel de la her­mana del licenciado González Avelar. “Hace cosa de tres años, cuando lo compró el banco”, contestó. Luego agregó, con un tono cargado de ironía: “Como si no tuvieran ya bastante feria los del Banamex, hasta les salió regalado”. Le volví a preguntar, porqué. Respondiéndome: “Porque cuando lo derrumbaron con la excavadora, los muros de la planta alta estaban llenos de dinero, cosa que nunca supo la dueña, claro, y se los vendió hasta barato, pues lo querían sólo como terreno”.

Traté de recordar, inútilmente, cómo estaban decorados aquellos antiguos muros. Pero, me pasó lo mismo que a to­dos los que ahí nos hospedamos: nunca les di importancia. Lucieron, tal vez, más de un cuadro amarillento con la repro­ducción de algún paisaje bucólico y marco apolillado, colgado del tiempo. Entonces decidí no contarle al viejo bolero que yo había dormido muchas veces en sus habitaciones, rodeado de aquellos ignorados tesoros, convencido de que no me hubie­ra creído.

*Economista y compositor

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