Estatal

La Quemazón

Por domingo 28 de noviembre de 2010 Sin Comentarios

Por Nicolás Avilés González*

El pueblo se formó a finales de los cuarentas por inmi­grantes venidos de lugares diversos de la geografía estatal y nacional, se estaba construyendo un centro de trabajo que tiempo después se llamaría Ingenio Rosales. Había que producir azúcar para retirar el sabor amargo que dejó en la boca de americanos la gran guerra de mediados del siglo XX.

De El Dorado llegaron José Torres, Víctor Bodart “El Pu­llas”; de Navolato “El Matorro” Sainz, los Leal (Tomás y Chuy); de Cósala los Apodaca (Manuel, Roberto, El Min y el “Bolas”); de El Rosario mi tío Manuel, Arnulfo, Nicolás y Petra, mis pa­dres; que en paz descanse él, a ella aún la tengo.

Al inicio llegaron los hombres y con el paso del tiempo las mujeres, con esto nacimos los nuevos ciudadanos de Costa Rica. En aquel entonces las casas eran tiendas de campaña que compraron de los desechos de la segunda guerra mundial.

La compañía brindó vivienda a sus obreros, casi todas ela­boradas con madera de pino rústico, piso de tierra, estaban colocadas en serie y por esto le decían los “colectivos”.

Posteriormente se dio la división de clases de acuerdo a las actividades que fueron: obreros azucareros, colonos, comer­ciantes y otras que realizaban actividades diversas, con esto las viviendas fueron cambiando por materiales de acuerdo a los ingresos y así poco a poco se fue consolidando la imagen del pueblo.

El servicio de agua entubada se disfrutaba en pocos hoga­res, generalmente llegaba por medio de carros tanque, Toño “El Pipero” nos llenaba depósitos de doscientos litros que exprofeso estaban colocados a línea de calle; lo hacía cada tercer día.

Durante mi infancia recuerdo pocas casas de cal y canto, tan sólo las de los jefes del ingenio y los ingenieros; la mayoría de los obreros, vivían en casas de madera soportando plagas. Mu­chos años después me percaté de que dentro del ingenio había una colonia residencial para los altos dirigentes de la empresa. Éstas tenían calefacción para el invierno y aire acondicionado integral para torear los horribles veranos en Sinaloa.

Por la calle principal, que arrancaba desde el dren Zarago­za hasta el sindicato y de éste hasta las vías del tren todas las casas eran también de pino rústico. Después del edificio de la Sección 106 se continuaba el abarrote de Guillermo Flores, luego Manuel Apodaca con su zapatería y para no desento­nar la arquitectura también eran de madera. Exactamente allí dijo la gente que empezó el fuego.

Era pequeño cuando pasó el siniestro, sin embargo noté que los curiosos se arremolinaban y que otros se retiraban de prisa del ojo de la tragedia. Lo hacían con rictus de dolor ante la sorpresa y dolor causado por la posibilidad de la pérdida de sus propiedades. Los que corrían eran los que vivían al lado y grita­ban ¡fuego, fuego, se está quemando la zapatería de Manuel Apodaca y se va a pasar la lumbre hacia nuestras casas!

Las llamas que de esa madera reseca salían, parecían te­ner rencor, eran como grandes olas de un mar embravecido queriendo devorarlo todo. Y se elevaban tan alto como que­riendo incendiar el cielo reforzando así lo insoportable, la temperatura del mes de mayo.

La tarde que sucedió el evento era rara, ya que soplaba un viento que venía del estadio hacia las vías del tren. En este mes de calor sopla escaso aire en mi tierra, ese día lo había como si este se hubiese puesto de acuerdo con el fuego.

Las construcciones eran pasto fácil del siniestro; el cual ayudado por las ráfagas, hizo que arropara todo con gran ra­pidez. La buena voluntad y el denuedo con que trataron de sofocarlo no fueron suficientes, tampoco alcanzaron los tam­bos de 200 litros que estaban apos­tados sobre la ca­lle, ni las escasas mangueras que había para apagarlo.

La lumbre corrió rápido cual pólvora encendida y no cedió has­ta que consumió la casa que colin­daba con las vías de tren, más allá no se pudo. Ya no había casas, jus­to allí se detuvo. Bomberos ¡cua­les, si no existían!

Con la solidaridad de los ve­cinos, los dueños de las casas pudieron salvar algo de sus per­tenencias. Con la quemazón la gente perdió más de lo que tenía que de por sí era muy poco. Per­dieron la fé y con ésto todo.

Como sucede siempre en estos casos, al final, cuando había sólo cenizas, buscaron un culpable, to­dos voltearon los ojos y clavaron la vista hacia donde horas antes había estado la zapatería.

Entonces dijo la gente que el causante de la quemazón había sido Manuel Apodaca, que había encendido su negocio y que des­pués arrasó con lo que encontró a su paso.

Pero este supuesto no se acomodaba del todo para culpar al zapatero y por lo tanto, la aseveración parecía inverosímil, entonces las preguntas obligadas eran; ¿qué razones tendría Manuel Apodaca para destruir su incipiente negociación? luego la otra ¿para qué? Y como nunca fal­ta un suspicaz se encontró el motivo ¡co­brar el seguro contra incendio que poseía su local y con el im­porte que seguramen­te recibiría hacerla de cal y canto!

Al parecer se con­firmaba el supuesto ya que efectivamente la reconstruyó de materiales resistentes. Lo cierto es que hasta hoy que lo escribo no lo sabemos bien a bien, pero lo que si fue cierto es que escuché por mucho tiempo este murmullo: ¡Manuel Apodaca quemó medio pueblo!

Desde septiembre de 2009 ya tenemos estación; seis bom­beros y un carro tanque para hacerle frente a los incendios, ahora sí, ni queriendo Manuel Apodaca se volverá a quemar medio Costa Rica…

*Profesor / Facultad de Medicina / UAS.

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